Ramón de Campoamor





Ramón de Campoamor y Campoosorio

Poeta




Navia, Asturias - España
24/09/1817 - 11/02/1901





EL AMAR Y EL QUERER




A la infiel más infiel de las hermosas
Un hombre la quería y yo la amaba;
Y ella a un tiempo a los dos nos encantaba
Con la miel de sus frases engañosas.

Mientras él, con sus flores venenosas,
Queriéndola, su aliento empozoñaba,
Yo de ella ante los pies, que idolatraba,
Acabadas de abrir echaba rosas.

De su favor ya en vano el aire arrecia;
Mintió a los dos, y sufrirá el castigo
Que uno le da por vil y otro por necia.

No hallará paz con él, ni bien conmigo
Él, que sólo la quiso, la desprecia;
Yo, que tanto la amaba, la maldigo.





TU BOCA




Para formar tan hermosa
Esa boca angelical,
Hubo competencia igual
Entre el clavel y la rosa,
La púrpura y el coral.

Mintiendo sombras del bien,
En ella el mal se divisa,
Por lo que juntos se ven
Ya la apacible sonrisa,
Ya el enojoso desdén.

Y en los senos abrasados
Engendra con doble holganza,
O con tormentos doblados,
Cada risa una esperanza,
Cada desdén mil cuidados.

Cual las conchas orientales
En tu boca, y por vencerlas
Muestra en riquezas iguales,
Cuando desdena, corales,
Y cuando sonríe, perlas.

Y si con sombras de bien
Tal vez el mal se divisa,
Es porque en ella se ven
Guardar la miel de su risa
Las flechas de su desdén.

Si a mí su rigor alcanza,
Al ver su hermosura, siente
El corazón doble holganza;
Y aunque un desdén me atormente,
Déme una risa esperanza.

¡Bien haya la dulce boca,
Que sólo sus frescos labios
El aura pasando toca;
Que haciendo el ámbar agravios,
Su miel a gustar provoca!

¡Oh, bien haya cuando ufana
Dando enojos a la rosa,
Muestra su cerco de grana,
Fresca como la mañana,
Como el azahar olorosa!

Y si acaso dulcemente
Suelta plácida congojas,
Ya es el rumor del ambiente,
Ya el susurro de las hojas,
Ya el murmurar de la fuente.

Si alegres sones respira,
Las aves del prado encanta;
Y si a vencerlas aspira,
Con las que gimen, suspira;
Con las que gorjean, canta.

Tu miel, aroma y colores,
Rinde en amante oblación,
Flor, ante cuyos primores,
Mustias e inútiles flores
Las flores del valle son.

El néctar más regalado
Deja que de amores loco
Beba en tu labio abrasado;
Para una abeja es sobrado
Lo que para muchas poco.

¡Mas ah!, que vertiendo quejas,
Me esquivas tu dulce miel;
En vano de una te alejas
Si ves que miles de abejas
Poblando van el vergel.

¡Ay de la rosa encarnada,
Que en su seno de carmín
Niega a una abeja la entrada!
Tantas la acosan al fin,
Que queda sin miel y ajada.

¡Ay de las cándidas flores,
Si alzan su capullo tierno
Del estío a los ardores!
¡Ay del panal, si el invierno
Lo hiela con sus rigores!

Dame los gustos sin tasa,
Pues ves que el sol estival
Las tiernas flores abrasa;
Mira que amarga el panal
Cuando de sazón se pasa.

Ríndete a mí placentera:
No te rindas con agravios
De abejas la turba fiera:
Que herir esos dulces labios
Herirme en el alma fuera.

De ese tesoro las llaves
Dame, y sus dones ardientes
Libaré en besos suaves,
Sin que lo canten las aves,
Ni lo murmuren las fuentes.





A UNOS OJOS




Más dulces habéis de ser,
Si me volvéis a mirar,
Porque es malicia, a mi ver,
Siendo fuente de placer,
Causarme tanto pesar.

De seso me tiene ajeno
El que en suerte tan cruel
Sea ese mirar sereno
Sólo para mí veneno,
Siendo para otros miel.

Si crueles os mostráis,
Porque no queréis que os quiera,
Fieros por demás estáis,
Pues si amándoos me matáis,
Si no os amara muriera.

Si amando os puedo ofender,
Venganza podéis tomar,
Porque es fuerza os haga ver
Que o no os dejo de querer,
O me acabáis de matar.

Si es la venganza medida
Por mi amor, a tal rigor
El alma siento rendida,
Porque es muy poco una vida
Para vengar tanto amor.

Porque con él igualdad
Guardar ningún otro puede;
Es tanta su intensidad,
Que pienso, ¡ay de mí!, que excede
Vuestra misma crueldad.

¡Son, por Dios, crudos azares
Que me den vuestros desdenes
Ciento a ciento los pesares,
Pudiendo darme a millares,
Sin los pesares, los bienes!

Y me es doblado tormento
Y el dolor más importuno,
El ver que mostráis contento
En ser crudos para uno,
Siendo blandos para ciento.

Y es injusto por demás
Que tengáis ojos serenos
A los que de amor ajenos,
Os aman menos, en más,
Y a mí que amo más, en menos.

Y es, a la par que mortal,
Vuestro lánguido desdén
¡Tan dulce, tan celestial!
Que siempre reviste el mal
Con las lisonjas del bien.

¡Oh, si vuestra luz querida
Para alivio de mi suerte
Fuese mi bella homicida!
¡Quién no cambiara su vida
Por tan dulcísima muerte!

Y sólo de angustias lleno,
Me es más que todo cruel,
El que ese mirar sereno,
Sea para mí veneno,
Siendo para todos miel.





VELAS DE AMOR




Velas de amor en golfos de ternura
Vuela mi pobre corazón al viento
Y encuentra, en lo que alcanza, su tormento,
Y espera, en lo que no halla, su ventura,

Viviendo en esta humana sepultura
Engañar el pesar es mi contento,
Y este cilicio atroz del pensamiento
No halla un linde entre el genio y la locura.

¡Ay!, en la vida ruin que al loco embarga,
Y que al cuerdo infeliz de horror consterna,
Dulce en el nombre, en realidad amarga,

Sólo el dolor con el dolor alterna,
Y si al contarla a días es muy larga,
Midiéndola por horas es eterna.





LA NIÑA Y LA MARIPOSA




Va una mariposa bella
Volando de rosa en rosa,
Y de una en otra afanosa
Corre una niña tras ella.

Su curso, alegre y festiva,
Sigue con pueril afán,
Y con airoso ademán
La mariposa se esquiva.

A veces con loco intento
Quiere hacer presa en sus galas,
Y, en vez de tocar sus alas,
Toca las alas del viento.

Y su empeño duplicando,
Cuanto más corre afanosa,
Más le da la mariposa
Va su inocencia burlando.

La ciñe en rápido giro,
Y al ir a cogerla esbelta,
Por cada vez que se suelta,
Suelta la niña un suspiro.

Mas, sin ceder en su anhelo,
Presta una, y la otra ligera,
Ni una acorta su carrera,
Ni la otra amaina su vuelo.

Y vagan embebecidas,
Sin sentir indiferentes
Ni el son de las claras fuentes,
Ni el de las auras perdidas.

Ni los pájaros que espantan,
Entre las ramas divisan,
Ni ven las flores que pisan,
Ni oyen las aves que cantan.

Y mientras éstas cantando
Siguen con plácido estruendo,
La niña sigue corriendo,
La mariposa volando.

Amaina el vuelo sereno,
Mariposa,
De quien es albergue el seno
De la rosa.
¿Por qué en tal dulce ocasión
Vas sin tino
Huyendo así la prisión
De lazo tan peregrino?

Reina de las blandas flores,
Sus enojos
No temas, ni los ardores
De sus ojos,
Porque ese puro arrebol
Que enamora,
Si es luciente como el sol,
Es tierno como la aurora.

Entre mil palmas no hay talle
Más galano,
Ni azucena en todo el valle
Cual su mano.
No oirás de su voz divina
La dulzura,
Ni el ruiseñor que trina,
Ni el raudal que murmura.

Aprende el aura a ser leve
De su planta,
Y, para formar con nieve
Su garganta.
Le dio el cisne el atavío
De su pluma,
Lumbre la aurora, y el río
Su plata, cristal y espuma.

No sigas más la inconstante
Mariposa,
Enamorada y errante
Niña hermosa,
Que al fin vendrá a ser cautiva
De tu llama,
Si aún amorosa, aunque esquiva,
La luz de los cielos ama.

Y aunque aspira de mil flores
La fragancia,
No imites en tus amores
Su inconstancia;
Que al fin de tanto vagar,
Suele, hermosa,
Entre las flores hallar
La yerba más venenosa.

Imita sólo su vuelo,
Pues serena,
Jamás niña toca el cielo,
Ni la arena.
Quien se humilla o sin razón
Subir quiere,
Muere a manos de un halcón
Si a las de un áspid no muere.

Mas ¡ay!, que vas en pos de ella
Vagarosa,
Sin escuchar mi querella,
Niña hermosa.
Sigues con presteza tanta
Tu contento,
Que así encomiendas tu planta,
Como mi súplica, al viento.

Y en tan inocente afán,
Como su gusto entretienen,
Así vagabundas vienen,
Y así vagabundas van.

A veces en su embeleso
La mariposa, al pasar,
Suele fugaz estampar
Sobre su mejilla un beso.

Y rauda su vuelo alzando,
La niña de ángel blasona,
Al trazar una corona
Sobre su frente girando.

Y siguen acordemente
La mariposa en sus giros,
La niña con sus suspiros,
Con sus rumores la fuente.

Vagan los aires suaves
Formando dobles acentos,
Y al grato son de los vientos,
Siguen cantando las aves.

Y entre tanta melodía,
Tanta corriente murmura,
Que es todo el aire frescura,
Aroma, luz y armonía.

Y susurrando congojas
Prosiguen mintiendo quejas,
En el pensil las abejas,
Y en la enramada las hojas.

Y tiernas flores hollando,
Y frescas auras batiendo,
La niña sigue corriendo,
La mariposa volando.





A FELISA




(El día de su casamiento)

Aunque a la aurora temores,
Y al mismo sol des enojos,
Te sientan con mil primores
La languidez en los ojos,
Y en el cabello las flores.

Muestran tantas maravillas
Los diamantes en tu cuello,
Las rosas en tus mejillas,
Que con real ornato brillas
Desde la planta al cabello.

Y aunque arreo tan brillante
Dé a tu belleza decoro,
¡Ay, que en tu lindo semblante
Oculta cada diamante,
Bella Felisa, un tesoro!

Vertiendo dulce sonrisa,
No ocultes los ojos bellos,
Porque te dirán con risa
Que ya leyeron, Felisa,
Tus pensamientos en ellos.

Embebecida y errante
Vagas con planta insegura,
Cual si escucharas amante
El céfiro susurrante
Que entre tus bucles murmura.

Ya sé que en este momento
Las niñas en dulce calma
Oyen, con turbado intento,
Cosas que murmura el viento
Y escucha gozosa el alma.

Ya sé que el cielo abandonan
Los ángeles, y que hermosos
De luz su frente coronan,
Y dobles himnos entonan,
De su hermosura envidiosos.

Sé que en sus ojos se encantan,
Y que en torno se revuelven;
Acentos de amor levantan;
Las llaman hermosas; cantan;
Besan su faz, y se vuelven.

Y en ese instante de gloria,
Con recuerdos seductores,
Ya sé que por su memoria
Pasa la amorosa historia
De sus pasados amores.

Por eso. Felisa, errante
Vagas con planta insegura,
Cual si escucharas amante
El céfiro susurrante
Que entre tus bucles murmura.

Dime si tal vez, hermosa,
En esa ilusión tranquila
Probando estás amorosa
La dulce miel que destila
El dulce nombre de esposa.

Di si en tus ojos se encienden
Los ángeles; si contento
Te causa tal vez su acento;
Y si mirándote, tienden
Las blancas alas al viento.

Di si recuerdas, Felisa,
Las canciones que sonaron
En tu calle, y que apagaron;
¡Que por Dios, qué bien aprisa
Siendo tan dulces, pasaron!

Ya no escucharás cual antes,
Allá en las noches serenas,
Sobre los aires flotantes,
Las sabrosas cantilenas
De los rendidos amantes.

Que os es muy grato a las bellas
Al son del arpa importuna
Oír amantes querellas,
Ya al brillo de las estrellas
Ya al resplandor de la luna.

Y os place ver derramados
Cantos de amor por los cielos,
Porque causen acordados
A otras hermosuras celos,
Y a otros galanes cuidados.

Y oís las trovas de amores,
En vuestro lecho adormidas,
Como los vagos rumores
Que hacen al ondear las flores,
De vuestras rejas prendidas.

Y al despertar, con empeños
Tal vez pensáis que, halagüeños
Os dan, cantando, placeres,
Esos dulcísimos seres
Con quien platicáis en sueños.

Mas ¡ah, que ya se apagaron
Aquellos cantos, Felisa,
Que en tu alabanza sonaron!
Y por Dios, qué bien aprisa,
Siendo tan dulces, pasaron.

Pasaron los amadores,
Llevando sus falsas llamas;
Tiempo es que libre de azores
Trate, Felisa, de amores
La tórtola entre las ramas.

Ya no escucharás, cual antes,
Allá en las noches serenas,
Sobre los aires flotantes,
Las sabrosas cantilenas
De los rendidos amantes.

Las rosas que con pasión
Hoy te prendiste galana,
Las últimas rosas son
Que columpió en tu balcón
La brisa de la mañana.

Si ya con plácidas glosas
Tu pecho nunca se embriaga,
Aún hay canciones gustosas,
Con que a las tiernas esposas
El aura nocturna halaga.

Si trovas no están rompiendo
Tus sueños, como hasta aquí,
Los romperá el dulce estruendo
De algún pecho que gimiendo
Esté, Felisa, por ti.

Y unos sones muy callados
Oirás cruzar por los cielos,
Sin que causen, acordados,
Ni a otras hermosuras celos,
Ni a otros amantes cuidados.

Y a cada momento, hermosa,
En grata ilusión tranquila,
Podrás probar amorosa
La dulce miel que destila
El dulce nombre de esposa.





LOS DOS MIEDOS




I

Al comenzar la noche de aquel día,
Ella, lejos de mí,
"¿Por qué te acercas tanto? -me decía-,
¡Tengo miedo de ti!".

II

Y, después que la noche hubo pasado,
Dijo, cerca de mí:
"¿Por qué te alejas tanto de mi lado?
¡Tengo miedo sin ti!".





LA RUEDA DEL AMOR




Aquellas niñas hermosas
Que en suma beldad conformes,
Teniendo la tez cual nieve,
Tengan los ojos cual soles,
Y el alma sintiendo, tiernas,
Herida de mal de amores,
Tanto les falte de esquivas,
Cuanto de bellas les sobre,
Salgan al campo conmigo
Ricas de gracias, adonde
Favor al mayo risueño
Las brinden, con gracias dobles,
Corrientes aguas los valles,
Frescos doseles los bosques,
Con su verdura los campos
Y con su esencia las flores.
Oiréis sonar encontrados,
Y aunque encontrados, acordes,
Los enamorados trinos
De músicos ruiseñores,
Cuando en sentidos acentos
Mustias las tórtolas lloren,
Dando en su vuelo a los aires
Matices, plumas y sones.
Venid, y hagamos la rueda
Llamada de los amores
Que al aprenderla de niño,
No la olvidé desde entonces.
Las ricas flores hollando,
Y el aire hendiendo veloces,
El aire con los cabellos,
Y con las plantas las flores.
Las blancas manos asiendo,
Y tan blancas, que las cortes
Nunca tan nítidas manos
Dan a sus reyes en dote,
En torno agitad festivas
Los aires murmuradores;
Que yo vendaré mis ojos,
Haciendo del día noche.
Volad, palomas; que osado
Yo espantaré los halcones,
Si alguna vez para heriros
Muestran sus garras feroces.
Volad, que a la que esta rama,
Pasando furtiva, toque,
Con la venda de mis ojos
Habrá de nublar sus soles.

¡Oh, que triste es nuestros ojos
Cubrir de sombras informes,
Y no sentir de los vuestros
Los penetrantes arpones,
Ni ver con ansias mortales
De vuestra faz los colores,
Ni sobre el aura, al tenderlos,
De vuestro talles los cortes!
Niñas, corred; que aún no escucho
Con plácidas emociones
De vuestras ropas flotantes
Los sutilísimos roces;
Y aunque me pesa en el alma,
No siento los corazones
Que muellemente se agitan
Bajo esos pechos de bronce.
Volad, palomas; que osado
Yo espantaré los halcones,
Si alguna vez para heriros
Muestran sus garras feroces.
Volad, que a la que esta rama
Pasando furtiva, toque,
Con la venda de mis ojos
Tendrá que nublar sus soles.

Mas, ¿cómo sin dar amante
A vuestro enojo ocasiones,
Huís, dejándome solo,
Sin advertirme por dónde,
Tal que siquiera dejasteis,
Pasando como ilusiones,
Ni removida la arena,
Ni destroncadas las flores?
Sin duda en mágico vuelo,
Como celestes visiones,
Entre la grama y los aires
Os deslizasteis veloces,
Huyendo mi fe constante,
Pues vuestros pechos traidores
Tienen el aire por guía,
Y la inconstancia por norte.
¡Una y mil veces mal haya
Quien de vuestras invenciones
Amante se fía, y de ellas
La falsedad no conoce!
Y más que en tanto a la sombra
De esos altísimos robles
Maldiga yo vuestro agrado,
Y mis desagrados llore;
Vosotras entretenidas
Mirad las aguas que corren;
Que bien está vuestra fe
Con su inconstancia conforme,
Pues no hay onda que no agiten
A cualquier viento que sople,
Ni conchas que no remuevan
Ni árbol ni flor que no mojen,
Ni campos que no dibujen,
Ni imágenes que no borren,
Ni risas que no deshagan,
Ni círculos que no formen.

Mas luego que el sol sus rayos
Extienda en el horizonte,
Haciendo en las nubes iris
Tocando el mar de colores;
Y luego que en regia pompa
Parezcan a sus fulgores;
Y mares de sombra los valles,
Y mares de luz los montes,
Vendréis a buscar frescura
Cuando el calor os agobie,
Y me tendréis que encontrar,
Aunque no queráis entonces,
Y yo a la sombra tendido
De estos altísimos robles,
No os he de dejar el puesto,
Por más que tierno os adore,
Ni miraré enamorado
De vuestra faz los colores,
Ni sobre el aura, al tenderlos,
De vuestros talles los cortes;
Y no vendaré mis ojos,
Más que en no hacerlo os enoje,
Y hasta ahogaré mis suspiros,
Aunque con ellos me ahogue.

Haré todo esto digo,
Y más que veréis entonces,
Y a fe de amante lo juro
Por esas aguas que corren.





SONETO




De amor tentado un penitente un día
Con nieve un busto de mujer formaba,
Y el cuerpo al busto con furor juntaba,
Templando el fuego que en su pecho ardía.

Cuanto más con el busto el cuerpo unía,
Mas la nieve con fuego se mezclaba,
Y de aquel santo el corazón se helaba,
Y el busto de mujer se deshacía.

En tus luchas, ¡oh amor de quien reniego!
Siempre se une el invierno y el estío,
Y si uno ama sin fe, quiere otro ciego.

Así te pasa a ti, corazón mío,
Que uniendo ella su nieve con tu fuego,
Por matar de calor, mueres de frío.





LA OPINIÓN




¡Pobre Carolina mía,
Nunca la podré olvidar!
Ved lo que el mundo decía
Viendo el féretro pasar:
Un clérigo: ¡Empiece el canto!
El doctor: ¡Cesó de sufrir!
El padre: ¡Me ahoga el llanto!
La madre: ¡Quiero morir!
Un muchacho: ¡Qué adornada!
Un joven: ¡Era muy bella!
Una moza: ¡Desgraciada!
Una vieja: ¡Feliz ella!
¡Duerme en paz! -dicen los buenos-.
Un filósofo: ¡Uno menos!
Un poeta: ¡Un ángel más!





EL REINO DE LOS BEODOS




Tuvo un reino una vez tantos beodos,
Que se puede decir que lo eran todos,
En el cual por ley justa se previno:
Ninguno cate el vino.
Con júbilo el más loco
Aplaudióse la ley, por costar poco:
Acatarla después ya es otro paso;
Pero en fin, es el caso
Que la dieron un sesgo muy distinto,
Creyendo que vedaba sólo el tinto,
Y del modo más franco
Se achisparon después con vino blanco.
Extrañado que el pueblo no la entienda.
El Senado a la ley pone una enmienda,
Y a aquello de: Ninguno cate el vino,
Añadió, blanco, al parecer, con tino.
Respetando la enmienda el populacho,
Volvió con vino tinto a estar borracho,
Creyendo por instinto, ¡mas qué instinto!
Que el privado en tal caso no era el tinto.
Corrido ya el Senado,
En la segunda enmienda, de contado
Ninguno cate el vino,
Sea blanco, sea tinto, les previno;
Y el pueblo, por salir del nuevo atranco,
Con vino tinto entonces mezcló el blanco;
Hallando otra evasión de esta manera,
Pues ni blanco ni tinto entonces era.
Tercera vez burlado,
"No es eso, no señor", dijo el Senado;
"O el pueblo es muy zoquete, o muy ladino:
Se prohíbe mezclar vino con vino"
Mas, ¡cuánto un pueblo rebelado fragua!
¿Creéis que luego lo mezcló con agua?
Dejando entonces el Senado el puesto,
De ese modo al cesar dio un manifiesto:
La ley es red, en la que siempre se halla
Descompuesta una malla,
Por donde el ruin que en su razón no fía,
Se evade suspicaz, ¡qué bien decía!
Y en lo demás colijo
Que debiera decir, si no lo dijo:
Jamás la ley enfrena
Al que a su infamia su malicia iguala:
Si se ha de obedecer, la mala es buena;
Mas si se ha de eludir, la buena es mala.





LOS PROGRESOS DEL AMOR




Así un esposo le escribió a su esposa:
"O vienes o me voy. ¡Te amo de modo
Que es imposible que yo viva, hermosa,
Un mes lejos de ti!
¡Mi amor es tan profundo, tan profundo,
Que te prefiero a todo, a todo!"
Y ella exclamó: "¡No hay nada en este mundo
Que él quiera como a mí!"

Mas pasan unos meses, y la escribe:
"¡Qué hermoso debe estar nuestro hijo amado!
¡Sólo él, él sólo en mis entrañas vive!
Pienso en él más que en ti,
Su cuna se pondrá junto a mi cama.
No hay cielo para mí más que a su lado".
Y ella prorrumpe: "¡Es que, el ingrato, ya ama
Al hijo más que a mí!"

Después de algunos años le escribía:
"Espérame. Ya sabes lo que quiero:
Mucho orden, mucha paz y economía.
¿Estás? Yo soy así.
Cierra el coche: me espanta el reumatismo;
Avísale que voy al cocinero".
Y ella pensó: "¡Se quiere ya a sí mismo
Más que al hijo y a mí!"







Ramón de Campoamor


EL TREN EXPRESO

Canto I, la noche

I

Habiéndome robado el albedrío
Un amor tan infausto como mío,
Ya recobrados la quietud y el seso,
Volvía de París en tren expreso;
Y cuando estaba ajeno de cuidado,
Como un pobre viajero fatigado,
Para pasar bien cómodo la noche
Muellemente acostado,
Al arrancar el tren subió a mi coche,
Seguida de una anciana,
Una joven hermosa,
Alta, rubia, delgada y muy graciosa,
Digna de ser morena y sevillana.

II

Luego, a una voz de mando
Por algún héroe de las artes dada,
Empezó el tren a trepidar, andando
Con un trajín de fiera encadenada.
Al dejar la estación, lanzó un gemido
La máquina, que libre se veía,
Y corriendo al principio solapada
Cual la sierpe que sale de su nido,
Ya al claro resplandor de las estrellas,
Por los campos, rugiendo, parecía
Un león con melena de centellas.

III

Cuando miraba atento
Aquel tren que corría como el viento,
Con sonrisa impregnada de amargura
Me preguntó la joven con dulzura:
"¿Sois español?" Y su armonioso acento,
Tan armonioso y puro, que aún ahora
El recordarlo sólo me embelesa,
"Soy español" -la dije-, "¿y vos, señora?"
"Yo", dijo, "soy francesa".
"Podéis" -la repliqué con arrogancia-,
"La hermosura alabar de vuestro suelo,
Pues creo, como hay Dios, que es vuestra Francia
Un país tan hermoso como el cielo".
"Verdad que es el país de mis amores,
El país del ingenio y de la guerra;
Pero en cambio" -me dijo-, "es vuestra tierra
La patria del honor y de las flores:
No os podéis figurar cuánto me extraña
Que, al ver sus resplandores,
El sol de vuestra España
No tenga, como el de Asia, adoradores".
Y después de halagarnos obsequiosos
Del patrio amor el puro sentimiento,
Entrambos nos quedamos silenciosos
Como heridos de un mismo pensamiento.

IV

Caminar entre sombras es lo mismo
Que dar vueltas por sendas mal seguras
En el fondo sin fondo de un abismo.
Juntando a la verdad mil conjeturas,
Veía allá a lo lejos, desde el coche,
Agitarse sin fin cosas oscuras,
Y en torno, cien especies de negruras
Tomadas de cien partes de la noche.
¡Calor de fragua a un lado, al otro frío!
¡Lamentos de la máquina espantosos
Que agregan el terror y el desvarío
A todos estos limbos misteriosos!
¡Las rocas que parecen esqueletos!
¡Las nubes con extrañas abrasadas!
¡Luces tristes! ¡Tinieblas alumbradas!
¡El horror que hace grandes los objetos!
¡Claridad espectral de la neblina!
¡Juegos de llama y humo indescriptibles!
¡Unos grupos de bruma blanquecina
Esparcidos por dedos invisibles!
¡Masas informes... límites inciertos!
¡Montes que se hunden! ¡Árboles que crecen!
¡Horizontes lejanos que parecen
Vagas costas del reino de los muertos!
¡Sombra, humareda, confusión y nieblas!
¡Acá lo turbio... allá lo indiscernible
Y entre el humo del tren y las tinieblas,
Aquí una cosa negra, allí otra horrible!

V

¡Cosa rara! Entretanto,
Al lado de mujer tan seductora
No podía dormir, siendo yo un santo
Que duerme, cuando no ama, a cualquier hora.
Mil veces intenté quedar dormido,
Mas fue inútil empeño:
Admiraba a la joven, y es sabido
Que a mí la admiración me quita el sueño.
Yo estaba inquieto, y ella,
Sin echar sobre mí mirada alguna,
Abrió la ventanilla de su lado
Y, como un ser prendado de la luna,
Miró al cielo azulado;
Preguntó, por hablar, qué hora sería,
Y al ver correr cada fugaz estrella,
"Ved un alma que pasa", me decía.

VI

"¿Vais muy lejos?", con voz ya conmovida
Le pregunté a mi joven compañera.
"Muy lejos" -contestó-, "¡voy decidida
A morir a un lugar de la frontera!"
Y se quedó pensando en lo futuro,
Su mirada en el aire distraída
Cual se mira en la noche un sitio oscuro
Donde fue una visión desvanecida.
"¿No os habréis divertido?",
La repliqué galante,
"La ciudad seductora
En donde todo amante
Deja recuerdos y se trae olvido?"
"¿Lo traéis vos?" -me dijo con tristeza-.
"Todo en París lo hace olvidar, señora"
Le contesté, "la moda y la riqueza.
Yo me vine a París desesperado,
Por no ver en Madrid a cierta ingrata".
"Pues yo vine" -exclamó-, "y hallé casado
A un hombre ingrato a quién amé soltero"
"Tengo un rencor"- le dije-, "que me mata"
"Yo una pena" -me dijo-, "que me muero"
Y al recuerdo infeliz de aquel ingrato,
Siendo su mente espejo de mi mente,
Quedándose en silencio un grande rato
Pasó una larga historia por su frente.

VII

Como el tren no corría, que volaba,
Era tan vivo el viento, era tan frío,
Que el aire parecía que cortaba:
Así el lector no extrañará que, tierno,
Cuidase de su bien más que del mío,
Pues hacía un gran frío, tan gran frío,
Que echó al lobo del bosque aquel invierno.
Y cuando ella, doliente,
Con el cuerpo aterido,
"Tengo frío", me dijo dulcemente
Con voz que, más que voz, era un balido,
Me acerqué a contemplar su hermosa frente,
Y os juro, por el cielo,
Que, a aquel reflejo de la luz escaso,
La joven parecía hecha de raso,
De nácar, de jazmín y terciopelo;
Y creyendo invadidos por el hielo
Aquellos pies tan lindos,
Desdoblando mi manta zamorana,
Que tenía más borlas, verde y grana
Que todos los cerezos y los guindos
Que en Zamora se crían,
Cual si fuese una madre cuidadosa,
Con la cabeza ya vertiginosa,
La tapé aquellos pies, que bien podrían
Ocultarse en el cáliz de la rosa.

VIII

¡De la sombra y el fuego al claroscuro
Brotaban perspectivas espantosas,
Y me hacía el efecto de un conjuro
Al reverberar en cada muro
De las sombras las danzas misteriosas!
¡La joven que acostada traslucía
Con su aspecto ideal, su aire sencillo,
Y que, más que mujer, me parecía
Un ángel de Rafael o de Murillo!
¡Sus manos por las venas serpenteadas
Que la fiebre abultaba y encendía,
Hermosas manos, que a tener cruzadas
Por la oración habitual tendía.
¡Sus ojos, siempre abiertos, aunque a oscuras,
Mirando al mundo de las cosas puras!
¡Su blanca faz de palidez cubierta!
¡Aquel cuerpo a que daban sus posturas
La celestial fijeza de una muerta!
Las fajas tenebrosas
Del techo, que irradiaba tristemente
Aquella luz de cueva submarina;
Y esa continua sucesión de cosas
Que así en el corazón como en la mente
Acaban por formar una neblina!
¡Del tren expreso la infernal balumba!
¡La claridad de cueva que salía
Del techo de aquel coche, que tenía
La forma de la tapa de una tumba!
¡La visión triste y bella
De sublime concierto
De todo aquel horrible desconcierto,
Me hacía traslucir en torno de ella
Algo vivo rondando un algo muerto!

IX

De pronto, atronadora,
Entre un humo que surcan llamaradas,
Despide la feroz locomotora
Un torrente de notas aflautadas,
Para anunciar, al despertar la aurora,
Una estación que en feria convertía
El vulgo con su eterna gritería,
La cual, susurradora y esplendente,
Con las luces del gas brillaba enfrente;
Y al llegar, un gemido
Lanzando prolongado y lastimero,
El tren en la estación entró seguido
Cual si entrase un reptil a su agujero.

Canto II, el día

I

Y continuando la infeliz historia,
Que aún vaga como un sueño en mi memoria,
Veo al fin, a la luz de la alborada,
Que el rubio de oro de su pelo brilla
Cual la paja de trigo calcinada
Por agosto en los campos de Castilla.
Y con semblante cariñoso y serio,
Y una expresión del todo religiosa,
Como llevando a cabo algún misterio,
Después de un "¡Ay, Dios mío!"
Me dijo, señalando un cementerio:
"¡Los que duermen allí no tienen frío!"

II

El humo, en ondulante movimiento,
Dividiéndose a un lado y a otro lado,
Se tiende por el viento
Cual la crin de un caballo desbocado.
Ayer era otra fauna, hoy otra flora;
Verdura y aridez, calor y frío;
Andar tantos kilómetros por hora
Causa al alma el mareo del vacío;
Pues salvando el abismo, el llano, el monte.
Con un ciego correr que al rayo excede,
En loco desvarío
Sucede un horizonte a otro horizonte
Y una estación a otra estación sucede.

III

Más ciego cada vez por su hermosura
De la mujer aquella,
Al fin la hablé con la mayor ternura,
A pesar de mis muchos desengaños;
Porque al viajar en tren con una bella
Va, aunque un poco al azar y a la ventura,
Muy deprisa el amor a los treinta años.

"¿Y, a dónde vais ahora?",
Pregunté a la viajera.
"Marcho, olvidada por mi amor primero",
Me respondió sincera,
"A esperar el olvido un año entero".
"Pero, ¿y después?" -le pregunté-, "señora"
"Después" -me contestó-, "¡lo que Dios quiera!".

IV

Y porque así sus penas distraía,
Las mías le conté con alegría
Y un cuento amontoné sobre otro cuento,
Mientras ella, abstrayéndose, veía
Las gradaciones de color que hacía
La luz descomponiéndose en el viento.
Y haciendo yo castillos en el aire,
O, como dicen ellos, en España,
La referí, no sé si con donaire,
Cuentos de Homero y de Maricastaña.
En mis cuadros risueños,
Pintando mucho amor y mucha pena,
Como el que tiene la cabeza llena
De heroínas francesas y de ensueños,
Había cada llama
Capaz de poner fuego al mundo entero;
Y no faltaba nunca un caballero
Que, por gustar solícito a su dama,
La sirviese, siendo héroe, de escudero.
Y ya de un nuevo amor en los umbrales,
Cual si fuese el aliento nuestro idioma,
Más bien que con la voz, con las señales,
Esta verdad tan grande como un templo
La convertí en axioma:
Que para dos que se aman tiernamente,
Ella y yo, por ejemplo,
Es cosa ya olvidada por sabida
Que un árbol, una piedra y una fuente
Pueden ser el edén de nuestra vida.

V

Como en amor es credo,
O artículo de fe que yo proclamo,
Que en este mundo de pasión y olvido,
O se oye conjugar el verbo te amo,
O la vida mejor no importa un bledo;
Aunque entonces, como hombre arrepentido,
Al ver una mujer me daba miedo,
Más bien desesperado que atrevido,
"Y, ¿un nuevo amor" -le pregunté amoroso-,
"No os haría olvidar viejos amores?"
Mas ella, sin dar tregua a sus dolores,
Contestó con acento cariñoso:
"La tierra está cansada de dar flores;
Necesito algún año de reposo".

VI

Marcha el tren tan seguido, tan seguido,
Como aquel que patina por el hielo,
Y en confusión extraña,
Parecen confundidos tierra y cielo,
Monte la nube, y nube la montaña,
Pues cruza de horizonte en horizonte
Por la cumbre y el llano,
Ya la cresta granítica de un monte,
Ya la elástica turba del pantano;
Ya entrando por el hueco
De algún túnel que horada las montañas,
A cada horrible grito
Que lanzando va el tren, responde el eco,
Y hace vibrar los muros de granito,
Estremeciendo al mundo en sus entrañas;
Y dejando aquí un pozo, allí una sierra,
Nubes arriba, movimiento abajo,
En laberinto tal, cuesta trabajo
Creer en la existencia de la tierra.

VII

Las cosas que miramos
Se vuelven hacia atrás en el instante
Que nosotros pasamos;
Y, conforme va el tren hacia adelante,
Parece que desandan lo que andamos;
Y a sus puestos volviéndose, huyen y huyen
En raudo movimiento
Los postes del telégrafo, clavados
En fila a los costados del camino,
Y, como gota a gota, fluyen, fluyen,
Uno, dos, tres y cuatro, veinte y ciento,
Y formando confuso y ceniciento
El humo con luz un remolino,
No distinguen los ojos deslumbrados
Si aquello es sueño, tromba o torbellino.

VIII

¡Oh mil veces bendita
La inmensa fuerza de la mente humana
Que así el ramblizo como el monte allana,
Y al mundo echando su nivel, lo mismo
Los picos de las rocas decapita
Que levanta la tierra,
Formando un terraplén sobre un abismo
Que llena con pedazos de una sierra!
¡Dignas son, vive Dios, estas hazañas,
No conocidas antes,
Del poderoso anhelo
De los grandes gigantes
Que, en su ambición, para escalar el cielo
Un tiempo amontonaron las montañas!

IX

Corría en tanto el tren con tal premura
Que el monte abandonó por la ladera,
La colina dejó por la llanura,
Y la llanura, en fin, por la ribera;
Y al descender a un llano,
Sitio infeliz de la estación postrera,
Le dije con amor: "¿Sería en vano
Que amaros pretendiera?
¿Sería como un niño que quisiera
Alcanzar a la luna con la mano?"
Y contestó con lívido semblante:
"No sé lo que seré más adelante,
Cuando ya soy vuestra mejor amiga.
Yo me llamo Constancia y soy constante;
¿Qué más queréis" -me preguntó-, "que os diga?"
Y, bajando el andén, de angustia llena,
Con prudencia fingió que distraía
Su inconsolable pena
Con la gente que entraba y que salía,
Pues la estación del pueblo parecía
La loca dispersión de una colmena.

X

Y con dolor profundo,
Mirándome a la faz, desencajada
Cual mira a su doctor un moribundo,
Siguió: "Yo os juro, cual mujer honrada,
Que el hombre que me dio con tanto celo
Un poco de valor contra el engaño,
O aquí me encontrará dentro de un año,
O allí..." -me dijo, señalando el cielo-.
Y enjugando después con el pañuelo
Algo de espuma de color de rosa
Que asomaba a sus labios amarillos,
El tren (cual la serpiente que, escamosa,
Queriendo hacer que marcha, y no marchando,
Ni marcha ni reposa)
Mueve y remueve, ondeando y más ondeando,
De su cuerpo flexible los anillos;
Y al tiempo en que ella y yo, la mano alzando,
Volvimos, saludando, la cabeza,
La máquina un incendio vomitando,
Grande en su horror y horrible en su belleza,
El tren llevó hacia sí pieza por pieza,
Vibró con furia y lo arrastró silbando.

Canto III, el crepúsculo

I

Cuando un año después, hora por hora,
Hacia Francia volvía
Echando alegre sobre el cuerpo mío
Mi manta de alamares de Zamora,
Porque a un tiempo sentía,
Como el año anterior, día por día,
Mucho amor, mucho viento y mucho frío,
Al minuto final del año entero
A la cita acudí cual caballero
Que va alumbrando por su buena estrella;
Mas al llegar a la estación aquella
Que no quiero nombrar, porque no quiero,
Una tos de ataúd sonó a mi lado,
Que salía del pecho de una anciana
Con cara de dolor y negro traje.
Me vio, gimió, lloró, corrió a mi lado,
Y echándome un papel por la ventana:
"Tomad" -me dijo-, "y continuad el viaje".
Y cual si fuese una hechicera vana
Que después de un conjuro, en la alta noche
Quedase entre la sombra confundida,
La mujer, más que vieja, envejecida,
De mi presencia huyó con ligereza
Cual niebla entre la luz desvanecida,
Al punto en que, llegando con presteza
Echó por la ventana de mi coche
Esta carta tan llena de tristeza,
Que he leído más veces en mi vida
Que cabellos contiene mi cabeza.

II

"Mi carta, que es feliz, pues va a buscaros,
Cuenta os dará de la memoria mía.
Aquel fantasma soy que, por gustaros,
Juró estar viva a vuestro lado un día.
"Cuando lleve esta carta a vuestro oído
El eco de mi amor y mis dolores,
El cuerpo en que mi espíritu ha vivido
Ya durmiendo estará bajo las flores.
"Por no dar fin a la ventura mía,
La escribo larga, casi interminable.
¡Mi agonía es la bárbara agonía
Del que quiere evitar lo inevitable!
"Hundiéndose al morir sobre mi frente
El palacio ideal de mi quimera,
De todo mi pasado, solamente
Esta pena que os doy borrar quisiera.
"Me rebelo a morir, pero es preciso
¡El triste vive y el dichoso muere!
¡Cuando quise morir, Dios no lo quiso;
Hoy que quiero vivir, Dios no lo quiere!
"¡Os amo, sí! Dejadme que habladora
Me repita esta voz tan repetida;
Que las cosas más íntimas ahora
Se escapan de mis labios con mi vida.
"Hasta furiosa, a mí que ya no existo,
La idea de los celos me importuna;
¡Juradme que esos ojos que me han visto
Nunca el rostro verán de otra ninguna!
"Y si aquella mujer de aquella historia
Vuelve a formar de nuevo vuestro encanto,
Aunque os ame, gemid en mi memoria;
¡Yo os hubiera también amado tanto!
"Mas tal vez allá arriba nos veremos,
Después de esta existencia pasajera,
Cuando los dos, como en el tren, lleguemos
De vuestra vida a la estación postrera.
"¡Ya me siento morir! El cielo os guarde.
Cuidad, siempre que nazca o muera el día,
De mirar al lucero de la tarde,
Esa estrella que siempre ha sido mía.
"Pues yo desde ella os estaré mirando;
Y como el bien con la virtud se labra,
Para verme mejor, yo haré, rezando,
Que Dios de par en par el cielo os abra.
"¡Nunca olvidéis a esta infeliz amante
Que os cita, cuando os deja, para el cielo!
¡Si es verdad que me amasteis un instante,
Llorad, porque eso sirve de consuelo!
"¡Oh Padre de las almas pecadoras!
¡Conceded el perdón al alma mía!
¡Amé mucho, Señor, y muchas horas;
Mas sufrí por más tiempo todavía!
"¡Adiós, adiós! Como hablo delirando,
No sé decir lo que deciros quiero.
Yo sólo sé de mí que estoy llorando,
Que sufro, que os amaba y que me muero".

III

Al ver de esta manera
Trocado el curso de mi vida entera
En un sueño tan breve,
De pronto se quedó, de negro que era,
Mi cabello más blanco que la nieve.
De dolor traspasado
Por la más grande herida
Que a un corazón jamás ha destrozado
En la inmensa batalla de la vida,
Ahogado de tristeza,
A la anciana busqué desesperado;
Más fue esperanza vana,
Pues, lo mismo que un ciego, deslumbrado,
Ni pude ver la anciana,
Ni respirar del aire la pureza,
Por más que abrí cien veces la ventana
Decidido a tirarme de cabeza.
Cuando, por fin, sintiéndome agobiado
De mi desdicha al peso
Y encerrado en el coche maldecía
Como si fuese en el infierno preso,
Al año de venir, día por día,
Con mi grande inquietud y poco seso,
Sin alma y como inútil mercancía,
Me volvió hasta París el tren expreso.







Ramón de Campoamor


¿QUIÉN SUPIERA ESCRIBIR?

I

Escribidme una carta, señor cura.
Ya sé para quién es.
¿Sabéis quién es, porque una noche oscura
Nos visteis juntos? Pues.

Perdonad; mas no extraño ese tropiezo
La noche la ocasión
Dadme pluma y papel. Gracias; empiezo:
Mi querido Ramón:

¿Querido? Pero, en fin, ya lo habéis puesto
Si no queréis. ¡Sí, sí!
Qué triste estoy! ¿No es eso? Por supuesto
¡Qué triste estoy sin ti!

Una congoja, al empezar, me viene
¿Cómo sabéis mi mal?
Para un viejo, una niña siempre tiene
El pecho de cristal.

¿Qué es sin ti el mundo? Un valle de amargura.
¿Y contigo? Un edén.
Haced la letra clara, señor cura;
Que lo entienda eso bien.

El beso aquel que de marchar a punto
Te di, ¿Cómo sabéis?
Cuando se va y se viene y se está junto,
Siempre no os afentéis.

Y si volver tu afecto no procura,
Tanto me harás sufrir
¿Sufrir y nada más? No, señor cura,
¡Que me voy a morir!

¿Morir? ¿Sabéis que es ofender al cielo?
Pues, sí señor, ¡morir!
Yo no pongo morir. ¡Qué hombre de hielo!
¡Quién supiera escribir!

II

¡Señor rector, señor rector!, en vano
Me queréis complacer,
Si no encarnan los signos de la mano
Todo el ser de mi ser.

Escribidle, por Dios, que el alma mía
Ya en mí no quiere estar;
Que la pena no me ahoga cada día
Porque puedo llorar.

Que mis labios las rosas de su aliento,
No se saben abrir;
Que olvidan de la risa el movimiento
A fuerza de sentir.

Que mis ojos, que él tiene por tan bellos,
Cargados con mi afán,
Como no tienen quién se mire en ellos,
Cerrados siempre están.

Que es, de cuantos tormentos he sufrido,
La ausencia el más atroz;
Que es un perpetuo sueño de mi oído
El eco de su voz.

Que siendo por su causa, el alma mía
¡Goza tanto en sufrir!
Dios mío, ¡cuántas cosas le diría
Si supiera escribir!

III

Epílogo

Pues señor, ¡bravo amor! Copio y concluyo;
A don Ramón, en fin,
Que es inútil saber para esto arguyo
Ni el griego ni el latín.





Reseña biográfica

Poeta español.
(Navia, España, 1817-Madrid, 1901)

Fue el poeta por excelencia de la Restauración.

Afiliado al Partido Moderado, tanto su práctica política como sus ensayos y panfletos polémicos defienden el orden establecido y demuestran su preferencia por la estabilidad.

Su poesía responde a esta concepción política y a menudo es el instrumento utilizado para verter contenidos filosóficos y morales afines, que trató de forma ensayística en algunas obras teóricas.

Si bien sus dos primeros libros de poemas se inscriben en la estética romántica, pronto se centró en el cultivo de una poesía discursiva, próxima a la prosa, escrita en un lenguaje llano y sin demasiadas concesiones formales.

Destacan sus Pequeños poemas (1872-1874), con los que alcanzó la popularidad, y colecciones posteriores, como las Humoradas (1886-1888), que constituyen la máxima expresión de sus ideales poéticos.













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