Juan Zorrilla de San Martín





Juan Zorrilla de San Martín del Pozo

Escritor, poeta, periodista, docente y diplomático



Montevideo - Uruguay
28/12/1855 - 03/11/1931





TABARÉ

INTRODUCCIÓN

I



Levantaré la losa de una tumba;
E internándome en ella,
Encenderé en el fondo el pensamiento
Que alumbrará la soledad inmensa.
Dadme la lira, y vamos: la de hierro,
La más pesada y negra;
Esa, la de apoyarse en las rodillas,
Y sostenerse con la mano trémula,
Mientras azota el viento temeroso
Que silba en las tormentas,
Y, al golpe del granizo restallando,
Sus acordes difunde en las tinieblas;
La de cantar sentado entre las ruinas
Como el ave agorera;
La que arrojada al fondo del abismo,
Del fondo del abismo nos contesta.
Al desgranarse las potentes notas
De sus heridas cuerdas,
Despertarán los ecos que han dormido
Sueño de siglos en la oscura huesa;
Y formarán la estrofa que revele
Lo que la muerte piensa;
Resurrección de voces extinguidas,
Extraño acorde que en mi mente suena.

II

Vosotros, los que amáis los imposibles,
Los que vivís la vida de la idea;
Los que sabéis de ignotas muchedumbres.
Que los espacios infinitos pueblan,
Y de esos seres que entran en las almas
Y mensajes oscuros les revelan,
Desabrochan las flores en el campo,
Y encienden en el cielo las estrellas;
Los que escucháis quejidos y palabras
En el triste rumor de la hoja seca,
Y algo más que la idea del invierno
Próximo y frío a vuestra mente llega,
Al mirar que los vientos otoñales
Los árboles desnudan, y los dejan
Ateridos, inmóviles, deformes,
Como esqueletos de hermosuras muertas;
Seguidme hasta saber de esas historias
Que el mar y el cielo y el dolor nos cuentan;
Que narran el ombú de nuestras lomas,
El verde canelón de las riberas,
La palma centenaria, el camalote,
E.' ñandubay, los talas y las ceibas:
La historia de la sangre de un desierto,
La triste historia de una raza muerta.
Y vosotros aun más, bardos amigos,
Trovadores galanos de mi tierra,
Vírgenes de mi patria y de mi raza
Que templáis el, laúd de los poetas;
Seguidme juntos a escuchar las notas
De una elegía que en la patria nuestra
El bosque entona cuando queda solo,
Y todo duerme entre sus ramas quietas;
Crecen laureles, hijos de la noche,
Que esperan liras para asirse a ellas,
Allá en la oscuridad en que aun palpita
El grito del desierto y de la selva.


III

¿Extraña y negra noche? ¿Dónde vamos?
¿Es cielo esto o tierra?
¿Es lo de arriba? ¿Lo de abajo? Es lo hondo,
Sin relación, ni espacio, ni barreras.
Sumersión del espíritu en lo obscuro,
Reino de las quimeras,
En que no sabe el pensamiento humano
Si desciende, o asciende, o se despeña,
El caos de la mente que pujante
La inspiración ordena;
Los elementos vagos y dispersos
Que amasa el genio y en la forma encierra.
Notas, palabras, llantos, alaridos.
Plegarias, anatemas.
Formas que pasan, puntos luminosos,
Gérmenes de imposibles existencias:
Vidas absurdas en eterna busca
De cuerpos que no se encuentran,
Días y noches en estrecho abrazo,
Que espacio y tiempo en que vivir esperan;
Líneas fosforescentes y fugaces,
Y que en los ojos quedan
Como estrofas de un himno bosquejado,
O gérmenes de auroras o de estrellas;
Colores que se enfunden y repelen
En inquietud eterna,
Ansias de luz, primeras vibraciones
Que no hayan ritmo, no dan lumbre, y cesan;
Tipos que hubieran sido y no fueron
Y que aún el ser esperan,
Informes creaciones, que se mueven
Con una vida extraña e incompleta.
Proyectos, modelados por el tiempo,
De razas intermedias;
Principios sutilísimos que oscilan
Entre la forma errante y la materia;
Voces que llaman, que interrogan siempre
Sin encontrar respuesta;
Palabras de un idioma indefinible
Que no han hablado las humanas lenguas;
Acordes que, al brotar, rompen el arpa,
Y en los aires revientan
Estridentes, sin ritmo, como notas
De mil puntos dispersos que se encuentran,
Y se abrazan en vano sin fundirse,
Y hasta esa misma repulsión ingénita
Forma armonía, pero rara, absurda,
Música indescriptible, pero inmensa;
Rumor de silenciosas muchedumbres,
Tumultos que se alejan...
Todo se agita en ronda atropellada,
En esta obscuridad que nos rodea;
Todo asalta en tropel al pensamiento,
Que en su seno penetra
A hacer inteligente lo confuso,
A enfrentar lo que huye y se rebela;
A consagrar el ritmo y el sonido
La dulce unión eterna,
La del color y el alma con la línea
De la palabra virgen con la idea.
Todo brota en tropel, al levantarse
La poderosa piedra,
Como bandada de aves que chirriando
Brota del fondo de profunda cueva;
Nube con vida que, cobrando forma
Variables y quiméricas,
Se contrae, se alarga y se revuelve
Por sí misma empujada en las tinieblas.
Allí cuajó en mí mente, obedeciendo
A una atracción secreta
Y entre risas y llantos, y alaridos,
Se alzó la sombra de la raza muerta;
De aquella raza que pasó desnuda
Y errante por mi tierra,
Como el eco de un ruego no escuchado
Que, camino del cielo, el viento lleva.
Tipo soñado, sobre el haz surgido
De la infinita niebla;
En sueño de una noche sin aurora,
Flor que una tumba alimentó en sus grietas;
Cuando veo tu imagen impalpable
Encarnar nuestra América,
Y fundirse en la estrofa transparente,
Darle su vida, y palpitar en ella;
Cuando creo formar el desposorio
De tu ignorada esencia
Con esa forma virgen, que los genios
Para su amor o su dolor encuentran;
Cuando creo infundirte, con mi vida,
El ser de la epopeya
Y legarte a mi patria y a mi gloria
Grande como mi amor y mi impotencia;
El más hábil contacto de las formas
Desvanece tu huella,
Como el contacto de la luz, se apaga
El brillo sin color de las luciérnagas.
Pero te vi. Flotabas en lo obscuro,
Como un jirón de niebla;
Afluían a ti, buscando vida,
Como a su centro acuden las moléculas.
Líneas, colores, notas de un acorde
Disperso, que frenéticas
Se buscaban en ti; palpitaciones
Que en ti buscaban corazón y arterias;
Miradas que luchaban en tus ojos
Por imprimir su huella,
Y lágrimas y anhelos esperanzas
Que en tu alma reclamaban existencia:
Todo lo de la raza: lo inaudito,
Lo que el tiempo dispersa,
Y no cabe en la forma limitada,
Y hace estallar la estrofa que lo encierra.
Ha quedado en mi espíritu tu sombra,
Como en los ojos quedan
Los puntos negros de contornos ígneos
Que deja en ellos una lumbre intensa...
Ah! no, no pasarán, como la nube
Que el agua inmóvil en su faz refleja;
Como esos sueños de la media noche
Que en la mañana ya no se recuerdan:
Yo te ofrezco, oh ensueño de mis días!
La vida de mis cantos, que en la tierra
Vivirán más que yo... ¡Palpita y anda,
Forma imposible de la estirpe muerta!





LIBRO PRIMERO

CANTO PRIMERO

I



El Uruguay y el Plata
Vivían su salvaje primavera;
La sonrisa de Dios de que nacieron
Aun palpita en las aguas y en las selvas;
Aun viste el espinillo
Su amarillo típoy; aun en la hierba
Engendra los vapores temblorosos
Y a la calandria en el ombú despierta;
Aun dibuja misterios
En el mburucuyá de las riberas,
Anuncia el día, y por la tarde enciende
Su último beso en la primera estrella;
Aun alienta en el viento
Que cimbra blandamente las palmeras.
Que remece los juncos de la orilla
Y las hebras del sauce balancean;
Y hasta el río dormido
Baja en el rayo de las lunas llenas,
Para enhebrar diamantes en las olas,
Y resbalar o retorcerse en ellas.

II

Serpiente azul de escamas luminosas
Que, sin dejar sus ignoradas cuevas,
Se enrosca entre las islas, y se arrastra
Sobre el regazo virgen de la América,
El Uruguay arranca a las montañas
Los troncos de sus ceibas
Que, entre espumas e inmensos camalotes
Al río como mar y al mar entrega.
El himno de sus olas
Resbala melodioso en sus arenas,
Mezclando sus solemnes pensamientos
Con el del blanco acorde de la selva;
Y al grito temeroso
Que lanzan en los aires sus tormentas,
Contesta el grito de una raza humana
Que aparece desnuda en las riberas.
Es la raza charrúa
De la que el nombre apenas
Han guardado las hondas y los bosques
Para entregar sus notas al poema;
Nombre que aun reproduce
La tempestad lejana, que se acerca
Formando los fanales del relámpago
Con las pesadas nubes cenicientas.
Es la raza indomable
Que alentó en una tierra
Patria de los amores y las glorias,
Que al Uruguay y al Plata se recuesta;
La patria, cuyo nombre
Es canción en el arpa del poeta,
Grito en el corazón, luz en la aurora,
Fuego en la mente, y en el cielo estrella.

III

La encuentra el pensamiento antes que el hombre
Antiguo la sorprenda,
En lucha con la tierra y con el cielo,
Y en su salvaje libertad envuelta.
Para ella, el horizonte cierra el mundo
Con un muro de piedra;
Tras él duermen las tardes y las lunas;
Tras él la aurora duerme y se despierta,
Cruza el salvaje errante
La soledad de la llanura inmensa
Y el amarillo tigre, como él hosco,
Como él fiero y desnudo, la atraviesa.
El tigre brama; el indio
Contesta en el silbido de su flecha.
¿Dónde va? ¿Qué persigue? Tras su paso,
Sobre ese hermoso suelo, ¿qué nos deja?
¿Para él está formada
Esa encantada tierra
Que a los diáfanos cielos de Diciembre
Les devuelve una flor por cada estrella?
¿Para él sus grandes ríos
Cantando se despeñan
Los himnos inmortales de sus ondas?
¿Qué fue esa raza que Pasó sin huella?
¿Fue el último vestigio
De un mundo en decadencia?
¿Crepúsculo sin día? ¿Noche acaso
Que surgió obscura de la luz eterna?
La eterna lumbre sólo engendra auroras.
La noche, las tinieblas
Son ausencia de luz; la eterna noche
Es sólo del Creador la eterna ausencia.
En esa raza, en su excelso origen
Aun el vestigio queda,
Como el toque de luz amarillento
Que un sol que muere en los espacios deja.
Hay lumbre en esos ojos siempre huraños,
Fuego que encienden sólo las ideas;
Mas la lumbre se extingue, y una raza
Falta de luz, se extinguirá con ella.
Nacida para el bien, el mal la rinde;
Destinada a la paz, vive en la guerra...
¡Hojas perdidas en su tronco enfermo
El remolino las arrastra enfermas¡

IV

A las tribus lejanas
Convocan las hogueras
Que encendió Caracé sobre las lomas
Como gritos de fuego y de pelea.
Caracé, en cuyo cuerpo
Las heridas se cuentan
Como las manchas en la piel del tigre,
Y por eso le prestan obediencia.
Caracé, en cuyo toldo
Las pieles y sangrientas cabelleras
De los caciques yaros y bohanes
Que tú brazo arrancó, prueban su fuerza;
Que tiene diez mujeres
Que aguzan las espinas de sus flechas,
Y los fuegos encienden de su toldo,
Y el jugo de las plantas le fermenta,
Nadie sabe los fríos
Que ha vivido el cacique; pero cuentan
Que allá en el tiempo de los soles largos,
Al Uruguay llegó, desde la sierra.
Lejana, muy lejana,
Que ve salir el sol, cuando las ceibas
En que hoy anida el águila, sentían
Correr la savia en su primera corteza.
Ya entonces había visto
Cruzar las lunas en las horas lentas;
Pero aun es joven cual si con sus manos
Contar sus fríos Caracé pudiera;
Aun en sus fuertes dedos
Es la maza de piedra
El brazo de la muerte que en las tribus
Derrama el frío que en Ion huesos queda.

V

¿Por qué el vicio cacique
A las turbas congrega,
Toma la maza y apercibe el arco
Que nadie sino él cimbrar intenta?
Por qué bajo sus párpados
Brilla con luz siniestra
La pupila pequeña y prolongada
En que se encienden sus miradas fieras?
¿Acaso los bohanes
La vencida cabeza
Alzan de nuevo, y su guerrera lanza
Del charrúa clavaron en la selva?
¿Acaso al otro lado
Del río como mar, las humaredas
Se ven del indio querandí, y provocan
Del Uruguay la tribu turbulenta?
No: Caracé no teme
Que los indios se atrevan
A encender junto al Hum un solo fuego
Mientras seis lunas a brillar no vuelvan.
Lo que hace que el cacique
Ciña a su frente estrecha
Las plumas de avestruz, y ajuste el ardo,
Y al par del fuego, su mirada encienda,
Es que tendido estaba
En la playa desierta,
Cuando vio que cruzaba por las islas
Del Paraná-Guazú, piragua inmensa.
Que como garza enorme,
Flotaba entre la niebla
Dando a los aires las extrañas alas,
Y volando con rumbo a la ribera.
El Uruguay en vano
Sale a su encuentro y ladra bajo de ella;
En vano, con sus olas encrespadas,
Sus costados airados abofetean;
La nave altiva:
Lanza un grito del cielo que retiembla,
Llega a la costa y, agarrando al río
Por la erizada crin, en él se sienta.

VI

A Caracé el cacique
Han rodeado las tribus más guerreras,
Y entre el espeso matorral del río,
Como banda escondida de luciérnagas,
Los ojos de los indios fosforecen,
Al ver sobre la arena
Cómo descienden de la extraña nave
Los hombres blancos de la raza nueva
Y cómo, dando al viento
Y clavando en el suelo su bandera,
Se agrupan en su torno, y con sus voces
La sorprendida soledad atruena.
¡Extraños seres! Brillan
A los rayos del sol. Nada recelan.
Y las lomas los miran y el barranco;
Y el Uruguay se empina y los observa,
Y los indios ocultos
Mutuamente se muestran,
Con los brazos desnudos extendidos,
El grupo extraño que al jaral se acerca.

VII

Entre inmenso alarido,
Una lluvia rabiosa de saetas
Parte del matorral, y de salvajes
Un enjambre fantástico tras ellas.
La bola arrojadiza
Silba y choca del blanco en la cabeza,
Cae al sepulcro el español herido
Amortajado en su armadura negra,
Y los guerreros blancos
Huyen despavoridos por las breñas,
Dejando sangre en la salvaje playa
Y una mujer en la sangrienta arena.
Parece flor de sangre,
Sonrisa de un dolor; es la primera
Gota de llanto que, entre sangre tanta,
Derramó España en nuestra tierra.
Pálida como un lirio,
Sola con vida entre los muertos queda.
Caracé, que a su lado se detiene,
Con avidez salvaje la contempla,
Mientras los rudos golpes
De las hachas de piedra
Del postrado español en la armadura
Y en los cráneos inmóviles resuenan.

VIII

"De los guerreros muertos
Vuestra será la hermosa cabellera:
Su blanca piel ajuste vuestros arcos,
Y sus dientes adornen vuestras tiendas;
Y sus extrañas armas,
Ove brillan como el astro, serán vuestras;
Y los tipoys que sus espaldas cubren
Como las rojas flores a la ceiba.
Caracé sólo quiere
En tu toldo a la blanca prisionera,
Que de su techo encenderá los fuegos,
Los fuegos de] amor y de la guerra".
Tal hablaba el cacique
En sus brazos llevando a Magdalena
Al bosque solitario de los talas
En que el indio formó su madriguera.

IX

Hermanos del dolor, bardos amigos,
Trovadores galanos de mi tierra,
Que me seguís en la jornada obscura
A través del misterio de la selva:
Ensayad en el alma
El acorde otoñal: la noche llega.
El acorde que suena cuando el ave
Vuelve en silencio al nido que la espera;
Y hasta el lirio más pálido del campo
Para dormir en paz su bronce cierra,
Y su perfume virgen
Con el amor de otros perfumes sueña.
Vosotros, los que al paso de la tarde
Inclináis tristemente la cabeza,
Y amáis el cielo cuando en él agita
Su ala tremante la primera estrella;
Calzaos las sandalias
Con que hasta el alma del dolor se llega.
Sí el alma vuestra, oh, bardos!,
Bañada en el Jordán de la tristeza,
Es pura como la última palabra
Que acaso os dijo vuestra madre muerta,
Llegaos en silencio
Al tálamo sangriento de la selva...
Es ya de noche; los rumores lloran...
¡No despertéis a la española enferma





CANTO SEGUNDO

I



Cayó la flor al río!
Los temblorosos círculos concéntricos
Balancearon los verdes camalotes,
Y en el silencio del juncal murieron.
Las aguas se han cerrado;
Las algas despertaron de su sueño,
Y a la flor abrazaron, que moría,
Falta de luz, en el profundo légamo...
Las grietas del sepulcro
Han engendrado un lirio amarillento;
Tiene el perfume de la flor caída.
Su misma palidez... La flor ha muerto!
Así el himno sonaba
De los lejanos ecos;
Así cantaba el urutí en las ceibas.
Y se quejaba en el sauzal el viento.
Siempre llorar la vieron los charrúas;
Siempre mirar al cielo,
Y más allá... Miraba lo invisible
Con sus ojos azules y serenos.
El cacique a su lado está tendido.
Lo domina el misterio;
Hay luz en la mirada de la esclava.
Luz que alumbra sus lágrimas de fuego,
Y ahuyenta al indio, al derramar en ellas
Ese dulce reflejo
De que se forma el nimbo de los mártires,
La diáfana sonrisa de los cielos.
Siempre llorar la vieron los charrúas,
Y así pasaba el tiempo.
Vedla sola en la playa. En esa lágrima
Rueda por sus mejillas un recuerdo.
Sus labios las sonrisas olvidaron.
Sólo brotan de entre ellos
Las plegarias, vestidas de elegías,
Como coros de vírgenes de un templo.

III

Un niño, llora. Sus vagidos se oyen
Del bosque en el secreto,
Unidos a las voces de los pájaros
Que cantan en las ramas de los ceibos.
Le llaman Tabaré. Nació una noche
Bajo el obscuro techo
En que el indio guardaba a la cautiva
A quien el niño exprime el dulce seno.
Le llaman Tabaré. Nació en el bosque
De Caracé el guerrero;
Ha brotado en las grietas del sepulcro
Un lirio amarillento.
Sonrisa del dolor, hijo del alma,
¡Alma de mis recuerdos!
Lo llamaba gimiendo la cautiva
Al estrecharlo en el materno pecho.
Y al entonar los cánticos cristianos
Para arrullar su sueño:
Los cantos de Belén que al fin escucha
La soledad callada del desierto.
Los escuchan las dulces alboradas,
Los balbucen los ecos
Y, en las tardes que salen de los bosques,
Anda con ellos sollozando el viento.
Son los cantos cristianos, impregnados
De inocencia y misterio,
Que acaso aquella tierra escuchó un día,
Como se siente el beso de un ensueño.

IV

El indio niño en las pupilas tiene
El azulado cerco
Que entre, sus hojas pálidas ostenta
La flor del cardo en pos de un aguacero,
Los charrúas, que acuden a mirarlo,
Clavan sus ojos negros
En los ojos azules de aquel niño
Que se reclina en el materno seno.
Y lo oyen y lo miran asombrados
Como a un pájaro nuevo
Que, unido a las calandrias y zorzales,
Ensaya entre las ramas sus gorjeos.
Mira el niño a la madre. Está llorando,
Lo mira y mira el cielo,
Y envía en su mirada al infinito
Un amor que en el mundo es extranjero.
Mas ya ama al bosque, porque da su sombra
Al indiecito tierno;
Ya es para ella más azul el aire,
Más diáfano el ambiente y más sereno.
La tarde, al descender sobre su alma,
Desciende como el beso
De la hermana mayor sobre la frente,
Del hermanito huérfano;
Y tiene ya más alas su plegaria,
Su llanto más consuelo,
Y más risa la luz de las estrellas,
Y el rumor de los sauces más misterio.

V

¿Adónde va la madre silenciosa?
Camina a paso lento
Con el niño en los brazos. Llega al río.
¡Es la hermosa mujer del Evangelio
¡E invoca a Dios en su misterio augusto!
Se conmueve el desierto.
Y el indio niño siente en su cabeza
De su bautismo el fecundante riego.
La madre le ha entregado sollozando
El gran legado eterno.
El Uruguay, al ofrecer sus aguas
Entona en el juncal un himno nuevo.
Se eleva, en transparentes espirales
El primitivo incienso;
Una invisible aparición derrama
De su nimbo la luz entre los ceibos.
Se adivinan cantares
A medio pronunciar que flotan trémulos.
Y de que seres absortos los escuchan
Se cree sentir el contenido aliento;
Hay sonrisas posadas
Entre los puros labios entreabiertos
De un invisible coro que, en el aire,
Bate a compás sus alas en silencio.
Hay contacto del cielo con la tierra...
¡Es que hay allí misterio!
Vacila el hombre ante su influjo y mudo
Cierra los ojos, para ver más lejos.

VI

Madre: ¡no llores más! Siempre en tus ojos
Gotas de llanto veo
Que humedecen tu voz y tus miradas,
Tus cantos y tus besos;
Con ese llanto siempre
Al despertar te encuentro
Quién lleva, pobre madre, tantas lágrimas
Hasta el mismo silencio de tus sueños?
¡No llores más! Porque no llores nunca
Yo rezo, siempre rezo
La oración qué despierta en mis auroras
Y se duerme conmigo cuando duermo.
¿Por qué lloras? Las tribus no te ofenden.
¿Oyes? Están muy lejos.
Beben sangre de Palmas y algarrobos,
Y después dormirán no tengas miedo.
En la cruz que reciben las plegarias,
En esa que has clavado entre los ceibos,
A hacer su nido bajarán los ángeles
Y a recoger mis ruegos.
No llores, que la virgen invisible
Que me enseñas a amar, vendrá por ellos.
Y a ti también te besará en la frente,
Y a nuestro lado velará tu sueño.
La madre sollozaba;
Estrechaba a su hijo sobre el seno,
Y sus miradas húmedas
Escalaban los mundos ascendiendo.
Huían de la tierra, hasta posarse
En el regazo eterno
Pero el cielo ansiosas descendían
El indio niño a acariciar de nuevo.

VII

Cayó la flor al río,
Y en el obscura légamo
Derramó su perfume entre las algas.
Se ha marchitado, ha muerto.
Las algas la estrecharon
En sus brazos de hielo...
Ha brotado en las grietas del sepulcro
Un lirio amarillento.

VIII

Duerme, Hijo mío. Mira: entre las ramas
Está dormido el viento;
Así tu llanto
No será acerbo.
Yo empaparé de dulces melodías
Los sauces y los ceibos,
Y enseñaré a los pájaros dormidos
A repetir mis cánticos maternos.
El niño duerme, Duerme sonriendo.
La madre lo estrechó dejó en su frente
Una lágrima inmensa, en ella un beso,
Y se acostó a morir. Lloró la selva
Y, al entreabrirse, sonreía el cielo.

XI
¿Sentís la risa? Caracé el cacique
Ha vuelto ebrio, muy ebrio.
Su esclava estaba pálida, muy pálida...
Hijo y madre ya duermen los dos sueños.





LIBRO SEGUNDO

CANTO PRIMERO

I



¿Quién ata las pasadas sensaciones
En haces de quimeras
Que, al roce de un recuerdo no buscado
Juntas en el cerebro se despiertan,
Y nadando en un medio indefinible
Con nuestras almas piensan?
Las notas ignoradas que en la noche
Hasta nosotros llegan
¿Por quién son recogidas, ajustadas
A un ritmo misterioso, a una cadencia,
Para formar ese himno prolongado
Con que las sombras ruega:
Esa flotante ebullición sonora
Que en el aire semeja
De mil voces distintas y lejanas
Los ayes, las palabras o las quejas
Que a extinguirse temblando a nuestro lado
Como heridas se acercan?
¿Quién llora con la luna en los sepulcros,
Y ríe en las estrellas.
Y respira en las auras otoñales,
Y anima la hoja seca,
Y es Perfume en la flor. iota en la lluvia
Y en la Pupila idea?
Acaso en los espacios infinitos
Que el hombre no penetra,
La vida y la armonía se difunden
En cuyas formas entran,
Corno elemento indispensable y justo,
Los ignorados llantos de la tierra.
Los ayes de las razas extinguidas,
Su soledad eterna,
Los destinos obscuros, lo, suspiros,
Las lágrimas secretas.
Los latidos que el mundo no comprende
Y en la eterna armonía se condensan.
vosotros, los que améis los imposibles,
Los que vivís la vida de la idea,
Los que sabéis de ignotas muchedumbres
Que los espacios infinitos pueblan;
Los que escucháis quejidos y palabras
Donde el silencio reina
Y algo más que la idea del invierno
Os sugiere el rodar de la hoja seca.
Escuchad el acorde arrebatado
Al rumor misterioso de la selva,
La voz de aquella noche sin aurora
Que difunde, su sombra en mi leyenda.

II

La corriente del tiempo,
En brazos del pasado,
Como el cadáver de otros tantos hijos,
Ha dejado los años tras los años.
Al tramontar las lomas Del Uruguay, el astro
Deja envuelto en la sombra de las islas
A un villorrio español, que fue fundado
En la desierta margen donde el río
San Salvador, hermoso tributario
Del Uruguay, derrama en éste
Su caudal, entre sauces y guayabos.
El pueblo aquel, sentado en el desierto
Como un aventurero temerario,
¿Es algo más que una visión de gloria?
¿Brotó del suelo o descendió de lo alto?
Sus cimientos han sido varias veces
Con sangre de dos razas amasados;
Sus techos convertidos en hogueras,
Varias veces al campo iluminaron;
Y ya, más de una vez en la colina
Quedaron sus escombros solitarios,
Como los negros miembros de un gigante
Por la zarpa del tigre hecho pedazos.
Desde el fondo del bosque, los charrúas
Observan los bastiones castellanos,
Las rudas estancadas
De troncos de algarrobos y quebrachos
Antemura sin fosos ni poternas,
Remedo de baluarte que, hacia el campo
Defiende el caserío
Cuyos techos se asoman al barranco.
Techos pajizos de bambú, con hebras
de la raíz del ñapindá amarrados;
Muros de tierra negros
Entre despojos de bateles náufragos,
Que rodean la casa construida
Por Juan de Ortiz, el viejo adelantado,
Con sillares de piedra
Que el tiempo y los incendios respetaron;
Tal es la población conquistadora
En que aun tremola el pabellón hispano,
Sereno corno siempre
El desierto sin nombre desafiando,
En una tierra, madriguera hermosa
Del indio más bizarro
De los que aullaron y aguzaron flechas
En el salvaje mundo americano:
Como el cachorro oculto bajo el cuerpo
Del tigre provocado,
Así se esconde la uruguaya tierra
De su indómito rey bajo los arcos.
El indio ruge, al escuchar la planta
Del extranjero blanco,
Con rugidos de rabia y de deseo,
Siempre en acecho, cauteloso, huraño.
Brilla el ojo del indio en la espesura;
Suena por todos lados
Su alarido feroz; brotan rabiosos
De entre las flores sus agudos dardos.
¿Dónde se esconden? Donde esconde el viento
Sus gritos ignorados.
Donde esconde la muerte las lumbreras
Que enciende sobre el haz de los pantanos.
Allí donde tan sólo se ve un grupo
De chircas o de cardos,
Hay rostros, escondidos en la sombra,
Siempre despiertos, sangre olfateando.
Allá en el matorral algo se mueve...
¿Quién trepa en el barranco?
¿Sentís un grito en la lejana orilla?
Es la muerte... si vais, veréis su rastro.
¿Qué hay más allá? Lo ignoto, lo imprevisto,
Quizá lo sobrehumano;
Algo más que la muerte, más oscuro...
¿Quién se llega hasta él? ¿Quién va a retarlo?
España va, la cruz de su bandera,
Su incomparable hidalgo;
La noble raza madre en cuyo pecho
Si un mundo se estrelló, se hizo pedazos,
El pueblo altivo que, en la edad sin nombre,
Era el cerebro acaso
Del continente muerto,
Ya sumergido en el abismo Atlántico.
Que, no teniendo en sí, para el cadáver
De aquel coloso espacio.
Dejó asomar, sobre la vasta tumba
Miembro insepulto, el mundo americano,
Sólo España ¿quién más? sólo ella pudo,
Con pasmo temerario.
Luchar con lo fatal desconocido;
Despertar el abismo y provocarlo;
Llegarse a herir el lomo del desierto
Dormido en el regazo
De la infinita soledad su madre,
Y en él cavar el pabellón cristiano,
Y resistir la convulsión suprema
Del monstruo aquél al revolverse airado,
Sin que el pavor le acongojara el alma,
Ni el resistir le desarmara el brazo.

III

En las torcidas calles del villorio
La guarnición se ve diseminada:
Quién aguza en la piedra
El hierro de su lanza,
Quién enluce un mohoso
Capacete, o remalla
Alguna vieja cota, o busca en vano
Sobre la gola encaje a la celada;
Quién las piezas ajusta
De sus gastadas armas,
Espaldares o antiguas escarcelas
De coseletes varios arrancadas;
Mientras allá, a la sombra
Tendido en una acacia,
Algún soldado arrulla sus recuerdos
Con un cantar querido de la patria.
El brazo desfallece,
Sin que por ello desfallezca el alma
De los rudos guerreros españoles
Que para dar la postrimer lanzada,
Persiguen y no encuentran
El corazón de la invencible raza
Que prolonga el honor de su agonía
Más allá de su vista legendaria
En el cobrizo Pecho de algún indio
Postrado en la batalla,
Las escamas grabadas y arabescos
Se hallaron de las cotas Y corazas.
De los blancos guerreros que el charrúa,
Con fuerza extraordinaria,
Estrujaba en el nudo de sus brazos
Que la Muerte tan sólo desataba;
Y en los dientes de muchos,
O en sus manos crispadas
Trozos sangrientos de enemiga carne
Con vestigios de vida palpitaban
Pero jamás un ruego,
Nunca una Sola lágrima
Plegó los labios ni anublo los ojos
Del sueño de las selvas uruguayas.

IV

Sapicán, el cacique más anciano,
Ya cayó en la batalla
Después que Por Garay en la llanura
Vio deshechas sus tribus más bizarras.
Sopló la Muerte y apagó en sus ojos,
Sedientos de venganza
El último fulgor. Pero aun la muerta
Bel indio en las pupilas amenaza,
Cuando las tribus, con clamor inmenso,
Del combate separan
Su cadáver, envuelto en los vapores
De la caliente sangre que derrama.
Murió; pero en la noche, cuando el astro
No alumbra las barrancas
Y se duermen las víboras, y agita
Sólo el ñacurutú sus lentas alas;
Cuando las sombras salen de los árboles
Y con los vientos andan.
Y la nutria nadando cruza el río,
Y canta el grillo oculto entre las matas,
El cacique aparece.
Ya lo han visto las tribus espantadas
Buscar en vano su arco entre los juncos
0 su maza de pórfido en las aguas.
Cuando como jauría
De lebreles con alas,
Vientos de tempestad cruzan rabiosos
Aullando de la selva entre las ramas;
Cuando las nubes negras
Se ven amontonadas
Un momento no más sobre el relámpago
Que por el fondo de los cielos pasa,
Y las gotas de lluvia
En las hojas restallan,
Y golpean el lomo de los tigres
Que encandilados y encogidos braman.
La sombra silenciosa
Cruza en los aires pálida,
En medio la tormenta que acaudilla
Con su antigua actitud siempre gallarda.
Esa es su frente estrecha,
Su cabellera lacia,
Y su saliente pómulo, y sus ojos
Pequeños, de pupila prolongada.
Al acecho dispuesta
Y a devorar distancias;
A encenderse, a apagarse entre la sombra,
Y a comprimir relámpagos de rabia.
El viento que en su torno
Los centenarios ñandubáis descuajan,
No mueve ni un cabello del cacique
Que a través de los árboles resbala,
y si acaso dispersa
Los miembros de la sombra alguna ráfaga
De los vientos del Sur vuelven al punto
A reunirse y cobrar la forma humana,
El rayo no lo ofende
Aunque a liarse a su cabeza vaya,
O silbando en su cuerpo se retuerza
Y lo ilumine con su lumbre cárdena.
El indio sigue mudo,
Buscando siempre su guerrera maza,
Y a su paso los tigres se espeluznan
Y las tribus se esconden espantadas.
Las plumas erizando,
Dando graznidos, el fulgor apagan
De sus redondos ojos las lechuzas
Que huyen a guarecerse en las barrancas.
Hasta que, al oír el indio
La primera canción que anuncia el alba,
En el aire sutil pierde sus formas,
Se diluye en la luz, se va o se apaga.

V

También Abayubá cayó en la lucha!
Abayubá a quien llaman
En vano con sus grandes alaridos
Las tribus que el cacique acaudillaba.
Era el joven amado
Del viejo Sapicán; con sus palabras
Encendía el valor de los charrúas
Y con su paso y su actitud gallarda.
Aun contaba sus fríos
Por sus manos que, hiriendo con la maza,
Eran rudas y fuertes como el viento
Que sopla al Uruguay desde las pampas.
¡Cómo cayó! Al sentirse
Pasado por el hierro de una lanza,
Trepó por ésta hasta morir, cortando
Con el diente afilado por la rabia.
La rienda del caballo en cuya grupa
El español acaba
Con el puñal, la destructora brega
Que la ocupada lanza comenzara.

VI

¿Y Añagualpo, el gigante? ¿Y Yandicona?
También sus sombras vagan
En la noche sin lunas, y se envuelven
En el triste vapor de las montañas.
¿Qué fue de Tabobá? También ha muerto
Buscaba en el combate la venganza
De Abayubá, cuando del sueño frío
Sintió en los huesos la corriente helada.
El fiero Magaluna.
Ligero como el tigre, se abalanza
Al cuello del corcel del enemigo
Al que sus dientes y sus uñas clava:
Se agita, grita, ruge.
Mientras el jinete el pecho le traspasa:
Sólo la muerte lo desprende, y yerto
El cuerpo sólo se desploma y calla.
No volverá a tenderse
El arco de algarrobo que ajustaba
La mano de Yaci, del joven indio
Que daba muerte al yacaré en las aguas:
No encenderá sus fuegos
En el bosque del Hum ni en sus barrancas
El valiente Terú; las sombras negras
Gimen cuando se posan en sus armas.
Maracopá y Abaroré no existen¡
¡Gualconda ya es esclava!
Ya no reirá la dulce Liropeya,
La virgen más hermosa de la playa.
Hija del tiempo de los soles largos,
Que brillan en las ramas
Cuando el botón del ceibo se revienta
Como urna de sangre. Por llevaría
A sus toldos de pieles, muchos indios
Se hendieron con sus hachas;
Venció Yandubayú,
Pero la virgen En vano llora y al cacique aguarda.
Murió Yandubayú, ¡también ha muerto?
Jamás en su piragua
Vendrá a buscar a Liropeya, nunca
Se oirá su voz en medio la batalla.
Los hijos valerosos
De muchas indias, cuando no contaban
Haber visto diez veces hojas nuevas.
Abrir en el penacho de las palmas,
Han caído en la lucha
Dando débiles gritos de venganza;
Sus brazos no eran fuertes y sus flechas
Eran temidas sólo de las gamas.
Los viejos que habían visto
Nacer la primer luna, y en los talas
En que hoy las uñas el leopardo afila
Habían visto correr la primer savia,
También hicieron arcos,
Y aguzaron las puntas de las lanzas,
Y fueron al combate lentamente
Apoyados en ellas o arrastrándolas.
Y todos han caído
Unos tras otros en la diestra pampa;
Y nadie abrió sus párpados; la noche
Bajo de ellos quedó, la noche larga,
Triste, sin lunas, la del viento negro,
En la que nunca aclara.
Ya no se mueven los caciques indios,
No encienden fuegos; para siempre callan.

VII

Héroes sin redención y sin historia,
Sin tumbas y sin lágrimas!
¡Estirpe lentamente sumergida
En la infinita soledad arcana!
¡Lumbre espirante que apagó la aurora,
Sombra desnuda muerta entre las zarzas
Ni las manchas siquiera
De vuestra sangre nuestra tierra guarda,
Y aun viven los jaguares amarillos!
¡Y aun sus cachorros maman!
¡Y aun brotan las espinas que mordieron
La piel cobriza de la extinta raza!
Héroes sin redención y sin historia,
Sin tumbas y sin lágrimas;
Indómitos luchasteis... ¿Qué habéis sido?
¿Héroes o tigres? ¿Pensamiento o rabia?
Como el pájaro canta en una ruina,
El trovador levanta
La trémula elegía indescifrable
Que a través de los árboles resbala,
Cuando os siente pasar en las tinieblas
Y tocar con las alas
Su cabeza, que entrega a los embates
Del viento secular de las montañas.
Sombras desnudas que pasáis de noche
En pálidas bandadas
Goteando sangre que, al tocar el suelo,
Como salvaje imprecación estalla:
Yo os saludo al pasar. ¿Fuisteis acaso
Mártires de una patria,
Monstruoso engendro a quien feroz la gloria
Para besarlo, el corazón arranca?
Sois del abismo en que la mente se hunde
Confusa resonancia;
Un grito articulado en el vacío
Que muere sin nacer, que a nadie llama;
Pero algo sois. El trovador cristiano
Arroja, húmedo en lágrimas
Un ramo de laurel a vuestro abismo...
Por si mártires fuisteis de una patria!





CANTO SEGUNDO

I



¿Que queda entonces de la tribu errante
Del Uruguay? ¿Qué de su altiva raza?
Aun resta su agonía asida al suelo,
La fiera agita su convulsa zarpa.
Quedan indios aún para la muerte
Que cautelosos por los bosques andan,
Cual rebaños de tigres que en el pueblo
Siempre encendidas sus pupilas clavan.
De noche, por las lomas o entre el bosque,
Como gritos de luz, se ven las llamas
De señales charrúas que se cruzan,
Se avivan, se repiten o se apagan;
Y alguna vez, el temeroso aullido
Que algún consejo al terminar levanta,
Al pueblo llega, en ráfaga del aire,
Como rumor de tempestad lejana.
Un temor imprevisto y repentino
Entonces suele atravesar las mallas;
Los soldados se miran, y suspenden
La ardiente relación de sus hazañas;
Parece que en sus labios animados
Tropezase un momento la palabra
más pronto, cuando advierten con despecho,
Que, sin quererlo, ha vacilado el alma,
Sus risas y burlescas maldiciones
En el silencio momentáneo estallan
Y, al amor de la lumbre, se reanuda
Con nuevo ardor la interrumpida plática,

II

Don Gonzalo de Orgaz, joven bizarro,
Manda en jefe la plaza;
La cimera encarnada de su yelmo
Marcó siempre el peligro en la batalla.
Olvidó muchas veces en la lucha.
El toque a retirada;
Era noble y valiente, noble y bueno,
Bueno y celoso de su estirpe hidalga.

III

¿Por qué el valiente aventurero trajo
Consigo a Doña Luz la castellana,
y a su mujer expone a los peligros
Que ambicionó para lustrar sus armas?
Que hace a su lado. qué hace de sus días
En esta vasta soledad: qué aguarda
Esa otra niña, la de tez morena,
Blanca, la hermosa, la inocente Blanca?
¿Para qué brillan esos ojos negros,
Profundos hasta el alma.
Y en que la luz del sol de Andalucía
Brillo, de estrellas presta a las miradas?
Exprimió el mismo seno que Gonzalo;
Lloró la misma madre. y solitaria.
Riendo con el cielo
En que su madre se perdió llamándola.
Quedó en el mundo sin más sombra amiga
Que la armadura de su hermano hidalga;
Allí recuerda su niñez reciente.
Y espera el porvenir allí sentada.
¿Qué impulso los condujo
A la salvaje tierra americana?
¡Quién sabe! Acaso el mismo misterioso
Que une las notas que en el aire vagan.
En prolongado acorde
De transparentes arpas.
Que suenan en el viento, en los recuerdos,
En los vagos crepúsculos del alma.
Que en las noches serenas,
Y en los rayos de luna columpiadas,
Se acercan, y se alejan y en los aires
Las lentas trovas del dolor ensayan:
Ese impulso secreto
Que, aun de entre las lágrimas,
Hace brotar a: veces las sonrisas
Como luces que rielan en las aguas.
Que el polen encendido
Lleva de palma a palma.
Y hace nacer los lirios en las tumbas.
Y en el dolor abriga la esperanza.
Quizá la niña, en cuyos dulces ojos
Se mueven las miradas
Como insectos de luz aprisionados
En urnas de cristal negras y diáfanas,
Allí, en la tierra en que una raza expira,
Es la nota con alas
Que mezclada a un acorde moribundo,
De gritos de dolor hará plegarias.
El Uruguay, al verla en sus orillas,
Palpitaba en sus aguas,
Y templaba en los juncos, y en la arena
Dejaba notas, quejas y palabras.
El astro que pasea las colinas,
Con su dulce mirada
Seguía a la española que en la tarde
Paseaba tristemente por la playa;
Y buscaba sus ojos cuando, sola,
Sentada en la barranca,
Quedaba confundida en las tinieblas
Que sus esbeltas líneas esfumaban.
Parece que este mundo americano
A aquella niña aguarda
Porque en sus ojos brillen sus estrellas,
Porque su viento pueda acariciarla,
Porque sus flores tengan quien recoja
La esencia de sus almas
Y las corrientes de sus grandes ríos
Que oiga y ame sus canciones vagas.

IV

Era una hermosa tarde.
Huía la sonrisa de los cielos
En los labios del sol que la llevaba
A imprimirla en la faz de otro hemisferio.
De su excursión al bosque
Tornan Gonzalo y diez arcabuceros,
Fue eficaz la batida: un grupo de indios
Viene sombrío caminando entre ellos.
Otros muchos quedaron
Tendidos en el campo; el viento fresco
La sangre orea en las hispanas armas,
Y en la piel de los indios prisioneros.

No son tigres, aunque algo
Del ademán siniestro
Del dueño de las selvas se refleja
En su fiera actitud. Caminan; vedlos.
Son el hombre charrúa,
La sangre del desierto,
La desgracia estirpe que agoniza
Sin hogar en la tierra ni en el cielo,
Se estrechan se revuelven,
Las frentes sobre el pecho,
En los ojos obscuros el abismo,
Y en el abismo luz, luz y misterio.
Parece que en el fondo
De esos ojos a intervalos,
Un monstruo luminoso se moviera
Sus anillos flexibles revolviendo;
Con rápidos espasmos
Se sacuden sus miembros;
Sus músculos elásticos y duros
Al salto y la carrera están dispuestos;
La sangre apresurada
Circula bajo de ellos
Como corre callado entre las breñas
Un rebaño de fieras que va huyendo;
No hay en su rostro inmóvil
Ni siquiera un reflejo
Del espíritu extraño y concentrado
Que, al parecer, lo anima desde lejos;
Se advierte en su mirada
Un constante recelo,
Y una impasible languidez que tiene
Algo de triste, mucho de siniestro.
Son esbeltas sus formas,
Duros sus movimientos;
La tez cobriza, el pómulo saliente,
Negros los ojos, como el odio negros.
Sobre los fuertes hombros
Se derrama el cabello
En crenchas lacias. rígidas y obscuras,
Que enlutan más aquel huraño aspecto.
Pupila prolongada
Que prolongó el acecho:
Dilatada nariz y estrecha frente
A que se ajusta enhiesto.
Un erizado matorral de plumas
De colores diversos
Que parecen brotar de la cabeza
Como brotan de un tronco los renuevos.
Jamás mira de frente,
Jamás alza la voz: muere en silencio,
Jamás un signo de dolor se posa
Entre sus labios pálidos y gruesos.
No borra ni el suplicio
Su ademán de desprecio
Sólo el combate en su fragor arranca
Estridente alarido de su pecho.
Entonces, semejantes
A los colmillos del jaguar sediento,
Brillan entre los labios del salvaje
Los dientes blancos con horrible gesto.
Son el hombre-charrúa
La sangre del desierto,
La desgraciada estirpe que agoniza
Sin hogar en la tierra ni en el cielo.

V

El grupo de Indios, como viva masa
De apeñuscados cuerpos,
Adelanta, rodeado de arcabuces,
Entre las casas del pajizo pueblo.
Salen de sus viviendas las mujeres
Y los hombres a verlos;
Ni una impresión se nota en sus semblantes,
Todos caminan impasibles, fieros.
Ah!... todos no: miradlo. ¿Quién es ese
Que se detiene trémulo?
¿No es su pupila azul? Azul, no hay duda.
¿Que hay en ella? ¿Terror? ¿Asombro? ¿Miedo?
¡Extraño ser! ¿Qué raza da sus líneas
A ese organismo esbelto?
Hay en su cráneo hogar para la idea,
Hay en su frente espacio para el genio.
Esa línea es charrúa; esa otra. .. humana.
Ese mirar es tierno. ..
¿No hay en el fondo de esos ojos claros
Un ser oculto con los ojos negros?
La blanda piel de un tigre
Ha ceñido su cuerpo;
No se ha pintado el rostro, ni su labio
Ha atravesado el signo del guerrero.
Es pálido, muy triste; en su semblante
Y en su azorado aspecto,
Hay algo misterioso
Que inspira amor, o desazón, o duelo.
¿Por qué se ha desprendido de su grupo?
¿Se ha apoderado un vértigo
De ese salvaje enfermo que venía
Entre los otros indios prisionero?
La onda de un suspiro
Se ha notado quizá sobre su pecho,
Y se hubiera creído al observarlo,
Que ha roto entre los dientes un lamento
No es ira, no es encono; ¿qué es entonces
Ese temblor extraño de sus miembros?
¡Así sacude su prisión el alma
Cuando estallan en ella los recuerdos!

VI

Es que Blanca, al pasar lo está mirando
Con inocente empeño,
Y él clava en ella los azules ojos
Cual poseído de un pavor intenso.
La mira absorto, fijo, con el labio
Inmóvil y entreabierto:
Parece interrogar alzo invisible,
A al mismo, a su sombra, a su recuerdo.
Diríase que alumbra sus pupilas
El cercano reflejo
De algo como una aparición radiosa
Sensible sólo para el indio enfermo.
Y por la lumbre intensa de una idea
Que viene desde adentro;
Que arde en el alma y llega hasta los ojos
Y con la otra visión se funde en ellos.
Esperando a Gonzalo estaba Blanca
En el umbral de su morada: al verlo
Corrió hacia él, y distinguió al salvaje
Que allí venía entre los otros presos.
Ved como tiembla el indio
De ojos extraños de color de cielo.
Blanca esa noche se encontró llorando
Al acordarse del salvaje enfermo,

VII

Cavó una flor al río.
Los temblorosos círculos concéntricos
Balancearon los verdes camalotes
Y entre los brazos del juncal murieron.
Las grietas del sepulcro
Han engendrado un lirio amarillento.
Guarda el perfume de la flor caída,
La flor no existe: ha muerto.
Así el himno cantaban
Los desmayados ecos:
Así lloraba el urutí en 1as ceibas.
Y se quejaba en el sauzal el viento,

VIII

¿Quién es ese charrúa que suspira?
¿Quién es el prisionero
Que es capaz de alumbrar con luz del alma
Esos sus ojos de color de cielo?
Tabaré lo apellidan los charrúas,
O el hijo de los ceibos. . .
¡Hijo de mi dolor! una española
Le decía llorando ha mucho tiempo.

Las grietas del sepulcro
Han engendrado un lirio amarillento;
Tiene el hábito de la muerte,
Su extrema palidez y su misterio.

IX

El pánico del indio indescriptible
Duró sólo un momento;
Marchando confundido entre los otros
Se aleja Tabaré; pero a lo lejos
Entre el grupo cobrizo se destacan
Las líneas de su cuerpo
De una amarilla palidez. La niña
Lo sigue con los ojos largo tiempo,

X

-¿Quién es Gonzalo, ese Indio que trajiste,
El de la frente Pálida.
Qué me miró de un modo tan extraño
Cuándo venía entre tus hombres de armas?
¿Está enfermo? Qué tiene? Me despierta
Una profunda lástima.
¿Qué tiene en esos ojos? ¿Lo recuerdas?
¿Qué harás con él? ¿Quién es? ¿Cómo se llama?
-¿Lo sé yo acaso? Ese hombre es un misterio,
Es un misterio, Blanca.
Al cruzar aquel bosque lo encontramos
En actitud de duelo o de plegaria.
Y es el mismo, lo es, estoy seguro,
Que he visto en las batallas
Reír con el peligro y con la muerte,
Bravo como el aliento de su raza.
¡Y qué! ¿Tiene algún crimen?
¿No lucha por su hogar y por su patria?
¿No defiende la, tierra en que ha nacido,
La libertad que el español le arranca?
Cuando a él nos llegamos,
No sintió nuestros pasos a su espalda,
Ni demostró sorpresa, al verse solo,
Rodeado de arcabuces y de adargas.
Por cárcel este pueblo s¿ le ha dado.
El ha de respetarla.
Yo probaré en ese hombre si se encuentra
Capaz de redención su heroica raza.
¡Qué! ¿,Sólo duelo y muerte
Ha de obtener América de España?
¡La sangre de esos hijos del desierto
Más que el orín deslustra nuestras armas!
Gonzalo. no te olvides
De la española sangre derramada,
Le dijo Doña Luz-, esos salvajes
Hombres no son; la redención cristiana
No alcanza a redimirlos,
Pues para ellos no fue: no tienen alma;
No son hijos de Adán no son, Gonzalo;
Esa estirpe feroz no es raza humana.

XI

Duermen los indios prisioneros, duermen
Tendidos en el suelo, como masa
De bronce que se mueve y que palpita
Con aliento vital en las entrañas.
Sobre aquellas cabezas que, en los brazos
Y, entre cabellos rígidos descansan,
No se siente pasar un solo ensueño;
Nada invisible por los aires anda.
Pero entre el grupo de dormidos cuerpos,
Despierta una figura se destaca;
Inmóvil, con los ojos encendidos,
Clavada en el vacío la mirada.
Las horas, una a una, la encontraron,
Como una sombra vana;
La vio la noche, la abrazó el Insomnio,
Y así la halló la claridad del alba.





CANTO TERCERO

I



Ahí va... callado, cual lo miran siempre
Discurrir por el pueblo:
Extraño, taciturno. El indio loco
Los soldados le llaman; pero, al verlo
Pasar entre ellos pálido, absorbido,
Lo miran en silencio,
Lo siguen con los ojos y, mostrándose
Al salvaje entre sí, dicen: ¿Qué es esto?
-¿Qué dices tú?
-Que es loco rematado
A estar a lo que veo.
-Rematado, bien dicho; ved sus ojos;
Ese indio tiene barajado el seso.
-Moscardón que no gruñe se me antoja
En sus mudos paseos.
-¡Y Parece que sufre!
-¡Ca! Esa gente
No es capaz de dolor... ¡Muere en silencio¡
Ved qué pálido está, que desmayado.
Sus pasos son inciertos:
Parece que su cuello no pudiera
De la cabeza soportar el peso.
-Es que algo habrá perdido, y anda siempre
Buscándolo en el suelo.
-¡Y también en el aire!
-¡Cierto! El loco
Suele buscar en él pájaros negros.
-¿Y si os dijera que ese insano duerme
Con los ojos abiertos?
-Oiga!
-Como os lo digo. Lo he observado
Más de una noche, Y me asustó su aspecto.
Si parece un cadáver que nos mira!
-¿,Tendrá el diablo en el cuerpo?
-Todo es posible. Si en las altas horas
Vais a observar los indios allá dentro,
Entre el grupo cobrizo allí entregado
A su profundo sueño.
Siempre tropezará vuestra mirada
Con los ojos diabólicos despiertos.
Son los de ese indio: no se cierran nunca;
Sentado. inmóvil, yerto.
Lo veréis siempre, hasta en la medianoche,
Tal cual lo estamos ahora mismo viendo.
-Loco, no hay más
O poseído acaso.
-Qué dices? ¿Le hablaremos?
-Háblale tú Que entiendes de latines
A ver si te contesta.
-No lo creo.
Un mes hace que vive entre nosotros
Ni su voz conocemos. -¿No será mudo?
-No; con el anciano
Ha hablado alguna vez, según entiendo.
-Vedlo, allá va; cuando en aquella loma
Aparezca el lucero,
Frente a nosotros pasará de vuelta;
Puedes salirle entonces al encuentro.
-Pero háblale con tino, con mesura:
Cuida de no ofenderlo;
Sabes que el capitán tiene ordenado
Que al Señor Don Charrúa no irritemos.
-¿No es aquélla la hermosa Doña Blanca?
-La misma. El prisionero
Va a pasar a su lado.
-¡Ved qué hermosa,
Qué hermosa está con esos ojos negros!

II

Tabaré sigue; se detiene a veces
Cuál si escuchara atento
Y se hunde su mirada en los espacios,
O vaga en torno suyo con recelo.
Inclina nuevamente la cabeza,
Y sigue a paso incierto,
Como el que va temiendo a cada instante
Ser sorprendido por oculto riesgo.
Blanca lo observa; sigue de¡ charrúa
Los tristes movimientos;
Espera la ocasión de ver sus ojos,
Pues sabe que algo ha de encontrar en ellos.
Pero es en vano; el prisionero pasa
Sin mirarla jamás, nublando el ceño,
Y, al cruzar frente a ella, se apresura
Y se aleja temblando, casi huyendo.
Es que cierra los ojos, y no obstante,
Ve la imagen de Blanca entre los velos
De una aurora confusa, imperceptible,
Que ilumina el nacer de sus recuerdos.
¿Es ella la que flota en su pasado?
¿Es la blanca visión de sus ensueños?
A una mujer tan blanca corro aquélla
Oyó cantar los cánticos maternos.
El indio siente, confusión ignota;
Vacila, tiene miedo,
Busca a la niña, y huye al encontrarla
Huye de la ilusión y del misterio.

III

Así pasaba Tabaré aquel día
Frente a la virgen que, con dulce acento,
¡Vaya el indio con Dios! ¿Por qué así corre?
Dijo por fin, ¿le infundo algún recelo?
El se detuvo sin alzar la frente,
Cual llamado a lo lejos;
Cual si la voz tardara largo espacio
En ir desde el oído al pensamiento.
Y allí fijo quedé, como tocado
Por un conjuro; trémulo
Como el corcel que en su carrera escucha
El bramido del tigre, en el desierto.
Así como una piedra
Al fondo del abismo descendiendo
Despierta temerosas resonancias,
Voces lejanas, quejas y lamentos,
La voz de la española
Descendió al alma del salvaje enfermo,
Y en ese abismo despertó la vicia,
La queja, el grito del dolor y el tiempo.
El indio alzó la frente: miró a Blanca
De un modo fijo, iluminado, intenso.
Había en su actitud indescifrable
Terror, adoración, reproche, ruego.

IV

“-Tú hablas al indio! ¡Tú, que de las lunas
Tienes la claridad!
Por que lo hieres con tu voz tranquila,
Tranquila como el canto del sabía?
Si tienes en los ojos, de las lunas
La transparente luz
¿Por qué tu alma para el indio es negra,
Negra como las plumas del urú?
¿Por qué lo hieres en el alma obscura?
¡Deja al indio morir!
¡Tú tienes odio negro para el indio,
Para el triste cacique guaraní".
Blanca sintió una lágrima en los ojos
Y una amargura insólita en el pecho:
-Yo no tengo odio para ti, charrúa;
Dijo el cacique con acento ingenuo.
Las pupilas azules del salvaje
Brillaban asombradas; en sus nervios
Vibraba el alma. Tabaré sentía
El abismo sonar en su cerebro.
Habla por vez primera a la española:
Sus palabras, sin orden ni concierto,
Brotan de entre sus labios como informe
Tropel de sombras, luces y reflejos.
“-¡Oh, sí! Yo sé que acechas
Mis horas de dolor:
Sé que, remedas alas de jilgueros
Donde yo estoy.
Yo sé que tú el secreto
Conoces de mi ser,
Y sé que tú te escondes en las nieblas...
Todo lo sé!
Que gimes en el viento,
Que nadas en la luz,
Que ríes en la risa de las aguas
Del Iguazú;
Que miras en las altas
Hogueras del Tupá.
Y en lunas del fuego fugitivas
Que brillan al pasar.
Tú como el algarrobo,
Sueño das a beber;
Y das la sombra hermosa que envenena
Como él ahué.
Yo, temiendo tu sombra,
Tiemblo y huyo de ti,
Y tú en el despertar de mis memorias,
Vas tras de mí.
Mis nervios que eran fuertes,
Fuertes cual ñandubay,
Blandos como el retoño más temprano
Del ombú están...
No ha pasado una luna
Después que yo te vi;
Mira cómo está enfermo el indio bravo
Sólo por ti!”
La súplica, el reproche,
La imprecación, el ruego,
Se sucedían en la voz del indio
Y en su ademán nervioso y altanero;
El, que se había alejado
Con la frente inclinada sobre el pecho,
Como impulsado por interna fuerza,
Hacia la niña se volvió de nuevo;
La miró un breve espacio
Y señaló su rostro con el dedo,
Cual sí del fondo obscuro de su alma
Envuelto en luz brotara un pensamiento.
“-Era así como tú... blanca y hermosa;
Era así.. . corno tú.
Miraba con tus ojos, y en tu vida
Puso su luz;
Yo la vi sobre el cerro de las sombras
Pálida y sin color;
El indio niño no besó a su madre...
¡No la lloró!
Les avisnas de fuego de las nubes,
Ellas brillaron más;
Pero el hogar del indio se apagaba,
Su dulce hogar.
Han pasado más fríos que dos vmw
Mis manos y mis pies...
Solo en las horas lentas yo la veo
Como cuerpo que fue.
Hoy vive en tu mirada transparente
Y en el espacio azul. ..
Era así como tú la madre mía,
Blanca y hermosa... ¡Pero no eres tú!
Por ocultar el llanto
Que, sin mojar sus párpados, acerbo
Como lluvia de hiel, se derramaba,
Y empapaba del indio los recuerdos,
El infeliz charrúa,
En convulso y mortal desasosiego,
Se alejaba sombrío, y se volvía
A la española en ademán violento:
-Así como tu mano,
Blanca como la flor del guayacán
Es la que he visto en la batalla siempre
Mi sudorosa frente refrescar.
La misma mano blanca
De mí desnudo pecho separó
El rayo que arrojaban tus hermanos,
Más rápido que el vuelo del halcón;
La he visto entre sus dedos
Romper la flecha que a esconder llegó
En mis venas el sueño de las sombras,
Ese pálido sueño del dolor...

Pero... ¡no era la tuya!
Era otra aquella mano, ¿no es verdad?
¡Dile al charrúa que esos ojos tuyos
No son los que en sus sueños ve flotar!
Dile que no es tu raza
La que vierte esa tenue claridad
Que en el alma del indio reproduce
Aquella luz de su extinguido hogar;
Aquella luz que el astro de los muertos
Nunca sabrá copiar,
Más pura que el reír de las mañanas,
Y el llorar de las tardes, ¡mucho más!
Oh! no: tú eres la sombra,
Tú no vives la vida como yo;
¿Por qué has de arrebatarme mis recuerdos
Y vestirte ante mí de su dolor?
¡Déjame! ¡'No me sigas!
¿No sientes? ¿No lo ves?
¡El corazón del indio está muy negro!
¡Triste como la sombra del ahué!

V

Con movimiento brusco
Se ha separado de la niña el indio,
Volviendo la cabeza, cual si huyera
Temiendo la agresión de un enemigo.
Un eco amargo y triste
Quedó de Blanca en el absorto oído.
Tabaré atravesó entre los soldados
Ninguno lo detuvo en su camino.
Blanca siguió con pena
Con los ojos al indio fugitivo.
Aquel extraño ser en sí tenía
La atracción de lo obscuro del abismo.

VI

En ese estado en que, movida el alma
Por fuerza superior, en lo infinito
Medita, sin consciencia de sus actos,
Como otro yo, de nuestro ser distinto;
Y conoce los seres del ambiente
En que vaga desnuda dé sentidos,
Sin traernos, de vuelta de su viaje,
Nada que de otros mundos nos da indicios;
Y al despertar la sensación de nuevo,
Rompe de un sueño el transparente hilo;
Quedó la niña, hasta que oyó a su espalda
Que alguien decía: -¿Qué te hablaba el indio?
-¿El indio? ... Nada. ¿En qué estaba pensando?
¡Ah! Luz, no te había visto
¿Qué me dijiste? ... Ahora lo recuerdo:
Nada, nada me dijo.
Y agregó Doña Luz: -¡Pero aquí, hablando
Lo hemos visto contigo!
Y Blanca: -¿Sabes, Luz, que ese salvaje
Amó a su madre? El mismo me lo ha dicho.
-¿Y no le temes, Blanca?
-¡Temerlo! Puede ser. Lo que al oírlo
Mi espíritu sintió, fue un algo raro,
Muy semejante al miedo de los niños

Con terror, la mirada
Clavó en su hermana Doña Luz.
-¿Qué ha visto
O creído advertir en sus pupilas?...
Le aconsejó que huyese de aquel indio.





CANTO CUARTO

I



En la limpia armadura
De un grupo de guerreros
Dejaba el sol, al trasponer las lomas,
Su resplandor postrero.
Las flotantes cimeras
De los ferrados yelmos
Al viento de la tarde se agitaban
Con blando movimiento.
Como españoles bravos;
Como soldados, crédulos;
Siempre el brazo a la lucha apercibido
Y el alma a las consejas y a los cuentos,
Los del corro escuchaban
A un camarada viejo,
En su adarga los unos apoyados
Y sentados los otros en el suelo.

II

-¿Dicen que es un fantasma
Eso que ancla de noche por el pueblo?
-No es otra cosa, a mi sentir: la sombra
De algún cacique muerto.
-Que es un indio no hay duda;
Lleva en la frente plumas, y su cuerpo...
-Su cuerpo! ¿Acaso piensas
Que esa sombra impalpable ha de tenerlo?
-¡Será posible!
-¡Y tanto!
No es el primer espectro
Que, haciendo yo la guardia en los bastiones
Se ha llegado hasta mí. Bien lo recuerdo.
La noche en que Garay venció a los indios
En aquel llano que se ve a lo lejos,
Vi muchas de esas sombras
Que cruzaban gimiendo entre los muertos.
La flor y nata de indios y caciques
Cayó en el lance aquel. Si los espectros
No se hubieran entonces presentado.
No sé cuándo lo hicieran, voto al cielo!
No es de extrañar, por ende.
Que ese fantasma que de noche vemos,
Viniera a presagiar ruinas o males
Y es fuerza le arranquemos su secreto.

III

Más que con los oídos,
Con los ojos oyeron,
Los soldados absortos, las consejas
Del camarada viejo;
No quisieron los unos
Habérselas con muertos;
Pero los más serenos y esforzados
No sin algún recelo,
En velar esa noche
Se pusieron de acuerdo,
Para tender una emboscada heroica
Al vagabundo espectro.

IV

El último soldado
De los que por las calles discurrieron,
Se perdió en la penumbra de las chozas
Del villorrio desierto.
Cayó la noche, y embozado en ella
Quedó San Salvador. El viejo Tiempo
Sobre las altas horas se adelanta
Con paso soñoliento. .
Todos duermen! las aves en el nido,
Los niños en el cielo,
En las cunas los ángeles
Y en las ramas inmóviles el viento.
Sólo vela el soldado
Que está de guardia en el bastión del pueblo,
Y algún perro que ladra, se levanta,
Y sobre el musgo tiéndese gruñendo.
Tranquila está la noche; las estrellas
Se ven brillar muy lejos;
Como una sombra que entre ruinas anda
La luna entre las nubes va en silencio.

V

Alguien también en vela está sin duda
Allá en un aposento
De la casa del jefe, en cuyos vidrios
Se proyecta una sombra por intervalos;
Es la del Padre Esteban,
Encarnación de aquellos misioneros
Que del reguero de su sangre hacían
La primera senda en medio del desierto,
Y marcaban el sitio
Hasta el cual penetraba el Evangelio,
Con el cadáver solo y mutilado
De algún mártir sin nombre y sin recuerdo.
La lumbre, en las paredes
Del aposento estrecho,
Dibujaba con mano temblorosa
Las formas sin color de los objetos;
Y la negra silueta
Del pensativo monje, sobre el suelo,
Obediente a la luz se estremecía
Con un imperceptible movimiento.
Meditaba el anciano
Los destinos secretos
De aquella pobre raza moribunda
Que el abismo atraía hacia su seno.
Miraba el Crucifijo,
Símbolo dulce del amor eterno,
Interrogaba a sus cerrados ojos,
y a su labio espirante y entreabierto,
Y entonces recordaba
Al indio de ojos de color de cielo;
Miraba en él su estirpe redimida
Y el clarear de un horizonte nuevo.
Quizá advirtió en la frente del salvaje
El imborrable sello
Del bautismo del bosque y en su alma
Vio brillar algo vacilante y trémulo.
¡Cuántas veces, sentado
Junto al indio infeliz, de sus recuerdos
El enjambre dormido despertaba
Con sólo una palabra o un consejo!
¡Cuántas veces el indio
Sus pupilas clavó en el misionero,
Pugnando por secar entre sus ojos
Gotas de llanto con esfuerzo Interno,
Y bebió sus palabras
Inmóvil y suspenso
Cuando su oído absorto recogía
El tierno son de los cristianos rezos!
Cuando el indio escuchaba
El nombre de la Madre del Eterno,
Madre también del hijo de los bosques,
Virgen que vive en el azul inmenso,
Entonces se agitaba,
Se incorporaba y del anciano al cielo,
Y de éste nuevamente hasta el anciano
Pasaban sus miradas. En el viejo
Por fin clavaba los azules ojos
Con triste desaliento,
Y escondiendo la frente entre los brazos,
Se tendía clamando: ¡No la encuentro¡

El fraile meditaba, meditaba
Con desolado empeño.
Cuando creía su Ilusión cumplida,
Tocaba lo imposible y el misterio.

VI

De pronto, penetró por la ventana
Algo como un lamento
Que el monje ya otras noches había oído,
A ilusión atribuyéndolo;
Pero en aquella noche, claramente
Al oírlo de nuevo
Se llegó a la ventana presuroso
Y la abrió con estrépito.
Una sombra medrosa entre los árboles
Se levantó del suelo,
Y, esquivando la luz, huyó hacia el río
Como empujada por extraño vértigo.
Las plumas que en su frente
Hacía mover el viento,
Denunciaron la forma de un charrúa,
Que conoció al instante el misionero.
Miró a la alcoba en que dormía Blanca,
Miró en seguida al cielo,
Y una oración cruzó, sin hacer sombra,
La inmensa soledad del firmamento.
¿Quién es ese charrúa? Es la fantasma
Que han visto los guerreros,
Y que acertaron al mirar en ella
Una sombra, un espectro:
Es Tabaré que cuando todo duerme,
Huye de sus sueños;
Vaga en lo oscuro, huyendo de sí mismo.
Y llevando la fiebre en el cerebro,
Hasta caer, guiado noche a noche
Por un instinto ciego,
Allí, frente a la casa de Gonzalo,
Donde hasta el alba permanece yerto.
De la casa del jefe
Tendido junto al cerco,
¡Cuántas noches lloraron su rocío
De aquel charrúa sobre el cuerpo enfermo!
Allí el fiacurutú lo contemplaba
Con sus ojos de fuego,
Y, sin temor, las alas agitando,
Muy cerca de él pasaba el teru-tero.
Allí estaba la noche
En que oyó el Padre Esteban su lamento,
Y al verse sorprendido huyó sin rumbo
Sobrecogido de un pavor intenso.
De su amor imposible,
De su desconocido sentimiento
Volaba ante la sombra, que sentía
Correr tras él, asida a sus cabellos;
Las carnes erizadas,
Temblorosos y rígidos los miembros,
Dilatadas y ardientes las pupilas,
Corría tropezando y sin aliento.
Las sombras de los árboles
Que la luna trazaba sobre el suelo;
Las zarzas que sus pies ensangrentados
Mordían, al romperse con estrépito;
Los ladridos agudos
De los perros despiertos;
Las aves que, a su paso, levantaban
De aquí y de allá su sonoroso vuelo;
Todo atronaba el exaltado oído,
Todo enconaba el vértigo
De Tabaré el charrúa que seguía
Su carrera sin rumbo y sin objeto.

VII

Los soldados que el golpe concertaron,
A su paso febril se interpusieron,
Asestando sus picas y arcabuces
A su desnudo pecho.
Los dilatados ojos
Clavó el salvaje en ellos,
Escondido en la sombra proyectada
Por un grupo de ceibos.
La fiebre comprimía su cabeza
Con sus dedos de acero,
Y un temblor convulsivo sacudía
Sus ateridos miembros.
-¡Dinos quién eres!
- Háblanos!
-Si eres fantasma bueno,
Habla, en nombre de Dios!
-¡Si no respondes,
Espíritu infernal, te juzgaremos!
¡Dale tú con la lanza
Veremos si habla; hiérelo
Y Por Si fuere espíritu maligno,
El signo de la cruz haz en el hierro.
Cuida que no te esquivo
Porque mucho me temo
Que nos haga cegar. Este fantasma
Al irse o estallar puede ofendernos.
-¡Ca No tiene bastante
Potestad para eso.
¿No ves que está temblando? ¿No lo sientes?
¡Herir con brío! ¡No tenerle miedo!

Cual tigre acorralado,
Volvía el indio su mirar de fuego,
Todo el furor salvaje
Sintiendo en su alma y en sus duros nervios;
Y el asta de la lanza
Dirigida a su pecho,
Como por un zarpazo arrebatada
Crujió y saltó en astillas de sus dedos.
Aunque el asombro embarga a los soldados,
No vacilan por ello,
Y con creciente ardor, sus alabardas
Buscan herir al infernal engendro.
El indio, sacudido por la fiebre,
Siente que ya su cuerpo
Va a desplomarse, pues sus piernas trémulas
Se doblan a su peso,
Cuando a espaldas del grupo,
Clamó una voz cansada: ¡Deteneos!
Y con la frente cana descubierta
Se vio llegar jadeante al misionero.
Se abrió paso hasta el indio
Tendiéndole los brazos: éste al verlo
Se aferró a su sayal, dobló la frente
Y en tierra dio con su extenuado cuerpo.

VIII

Del seno de una nube,
Sus desflecadas orlas encendiendo,
Salió la luna que alumbró piadosa
La yerta faz del infeliz enfermo.
-Tabaré -prorrumpieron los soldados.
-¡El indio de los ceibos!
-¡El Indio loco!
-¡El de los ojos verdes!
-¡El fantasma del cuento
El fraile la cabeza
De Tabaré apoyó sobre su pecho.
Los soldados entonces se engañaban
Al creer que el Indio aquel no era un espectro!





CANTO QUINTO

I



Desleída en las tintas de la aurora,
La luz se disolvió de las estrellas;
La risa de los cielos
Ha despertado el himno de la tierra.
El ombú solitario de las lomas,
La copa verde apenas balancea;
El sauce besa al río,
Y el talle esbelto cimbran las palmeras.
Su carnoso ropaje verdinegro
Sacude el canelón de las riberas;
La flor del camalote,
Morada y blanca, en la corriente juega
Como gotas de sangre que sonríen,
Las margaritas rojas se despiertan;
Despiertan las azules
Y esas hijas sin nombre de la yerba,
De un amarillo y blanco deslumbrantes,
Que en el campo se cuentan
Como las claras noches de Diciembre
Se cuentan en el cielo las estrellas.
Todas las hojas brillan; una savia
Joven y turbulenta
Circula por las cañas y los juncos,
Da ternura a los brazos de la yedra,
Desabrocha las flores de los talas,
Del guaviyú y la ceiba,
Y alegra el corazón de los palmares,
Y los estambres húmedos revienta.
Los cardos, agrupados o dispersos,
Levantan las cabezas
Con sus coronas frescas y azuladas
Sobre el tallo espinoso descubiertas;
Y cual ropas tendidas por la noche
A secar en la arena,
Desparramados vense entre espadañas
Flamencos y gaviotas y cigüeñas:
De dos en dos dispersos y pesados,
O en obscuras hileras,
Se posan en la` orilla los chajaes
Lanzando a ratos su estridente queja;
Pasea cadenciosa entre los juncos,
Con su rítmico andar, la garza esbelta,
O asoma entre ellos el nevado cuello
Mientras abre el biguá sus alas negras;
Y corren por la arena de la playa
Esas aves pequeñas
De largas patas y afilados picos
Que en su base sutil se balancean,
Cual si intentaran emprender el vuelo
Y de ello desistieran,
Para correr de nuevo por la orilla
Allí dejando sus ligeras huellas.
Como vapor un tanto sonoroso
Que en el espacio ondea,
Los pájaros, como arpas que la aurora
De las ramas descuelga,
Dan el cantar del día
Que en temblorosa ebullición se eleva:
Nadan en luz las notas
Y el alma de la luz palpita en ellas.
El día las recoge
Y las ajusta al ritmo de una idea,
Y así elabora el salmo indescriptible
Que eleva a Dios, al despertar, la tierra.
Las islas van brotando lentamente
Del seno de las nieblas
Disueltas en la luz; los horizontes
A través de los árboles se alejan.
La claridad naciente va ganando
Colinas y laderas;
Tras ella el sol dispara victorioso,
A través de los aires, sus saetas.

II

¿Quién no siente en el alma
La fresca sensación de la belleza,
El dulce descansar de los sentidos
El instintivo amor a la existencia?
¿Quién no siente en los labios
Las sonrisas serenas
En que la luz y la quietud del alma
Y el escondido amor se transparenta,
Y esas lágrimas puras
De luz y encantos llenas,
Que humedecen los ojos sin dejarles
De llanto ni dolor la amarga huella?

III

El: Tabaré el cacique
A quien las sombras cercan,
Y a sus pies se retuercen en abismos
Y en tempestades a su frente ruedan.
Vedlo. Es el indio puro;
Es el charrúa de la frente estrecha;
Su sangre afluye al pómulo saliente,
Su labio tiembla, su pupila humea.
La lucha sostenida
En la noche anterior ruda y suprema;
Las armas asestadas a su pecho,
Que aun cree astilla entre sus manos yertas.
Todo lo encona el alma,
Todo en ella despierta
El instinto dormido, el ansia viva
De libertad, de destrucción y guerra.
Como del fondo obscuro del abismo
Vuelan las aves negras
Del fondo de su alma se levantan
Las fierezas ingénitas,
Que cruzan por sus ojos
En el suelo clavados, y reflejan
En ellos repentinas llamaradas
Que en sus pupilas encendidas tiemblan.
En vano de sus labios
Solícito pretende el Padre Esteban
Oír una palabra que revele
Un eco al menos de su lucha interna;
En vano a las memorias
Que otras veces al indio conmovieran
Ha llamado en su ayuda
Para tocarle el corazón con ellas:
La mano del recuerdo
Esa arruga del ceño no despliega,
Ni separa esos dedos que serpientes
Enroscadas semejan.
Oye gritos de muerte y de victoria,
Silbidos de saetas,
Aullidos de una guerra inextinguible
Que su enconado pensamiento atruena,
Ya la sangre charrúa
Sólo siente en sus venas,
Pero asoma a sus ojos azulados
El alma de la dulce Magdalena.
Y la mortal congoja
Del indio se apodera,
y la lucha de un átomo con otro
Se renueva potente en sus arterias,
Y silba en sus oídos,
Y estruja su cabeza,
Y afluye al corazón, y en él estalla,
Y se difunde por su ser violenta.

IV

Doña Luz suplicaba
Al noble capitán que, ensimismado,
Escuchaba a su esposa, con los ojos
Clavados, sin mirar, en el espacio.
Sólo he visto en ese hombre
Un misterio infeliz, un ser extraño;
No hallo peligro en él; mas... tú lo quieres.
Tabaré partirá, dijo Gonzalo.
-¡Partirá! -dijo Blanca;
¿Y a dónde ha de ir el indio desgraciado?
¿Qué será de él en el desierto bosque,
Enfermo y solo? ¡No hagas tal, hermano!
¿Y qué mal nos ha hecho?
¿Por qué así abandonarlo?
El pobre Tabaré no nos ofende...
¿Qué vais a hacer? ¿Es una fiera, acaso?
-Blanca; tu siempre niña;
Le dijo Doña Luz. ¡Qué! ¿Están pensando
Que son capaces de pasiones buenas
Esos seres, nacidos para esclavos?
¿Piensas, Blanca, que anoche
No meditaba un crimen ese bárbaro,
Cuando en las altas horas felizmente
En vela le encontraron los soldados?
-Un crimen! No, por cierto.
¡Un crimen, Tabaré! ¿Qué estás hablando?
Tú no has oído como yo, al charrúa;
Si lo oyes, Luz, ya no podrás odiarlo.
Oh! No arrojéis al indio.
Lanzarlo para siempre!... Es inhumano!
Llamad al Padre Esteban; que él os diga
Si Tabaré el charrúa es un malvado.
-¡Oh! ¡El Padre, el Padre Esteban!
De masa de indios quiere hacer cristianos!
Inocente ilusión! El no imagina...
No puede ser! Arrójalo, Gonzalo.
Si aun crees que no es culpable
Después que anoche se le halló velando,
No le hagas mal; pero, por Dios, arrójalo,
Dale la libertad; no lo veamos.
Mientras él está aquí, tú bien lo sabes,
En mi lecho sentado
Siempre el insomnio, con la faz de ese indio,
Introduce sus dedos en mis párpados...

V

Tabaré entró sombrío...
Don Gonzalo, que solo lo esperaba,
Busca al mirarlo entrar, mas busca en vano
Del indio la mirada,
Que chispea en el fondo
De la órbita ceñuda, como llama
Que con espesa obscuridad en lucha,
Se extingue, reaparece y se dilata.
¿Por qué el indio charrúa
Fue sorprendido anoche por la guardia?
¿Qué buscaba a esas horas?
¿Qué intento lo llevaba?
El indio queda Inmóvil en su sitio
Con la cabeza baja.
Repite su pregunta Don Gonzalo,
E igual respuesta: el prisionero cana.
El jefe continuó: -Cuando el cacique
Rompió ante mí su lanza
En señal de amistad, le di la mía;
¿No he sido fiel a la amistad jurada?
Diga el indio charrúa si el cristiano
A sus promesas falta...
¡Conteste Tabaré! ¿Qué es lo que intenta?
Todo es en vano: el prisionero calla.
-En cambio, el indio amigo
En la alta noche por el pueblo vaga;
Y en la sombra revela de su frente
Que en su espíritu hay sombras, sombras malas.
¿Qué plan revuelve en ellas?
¿Nada en su abono que decirnos halla?
¡Raza maldita! ¿No es capaz entonces
De amor y gratitud? ¿Todo es venganza?
Una terrible lucha
De Tabaré en el alma se desata,
Y como el eco de la lucha interna
Suena un ronco gemido en su garganta;
Pero calla. Temblor imperceptible
Discurre por su carne. Onda del alma
Llega a su cuerpo enfermo, como mueren
Las olas en la playa.
Compasivo, sin odio,
El capitán al indio contemplaba;
Mas recordando el ruego de su esposa,
-Pues bien, -gritó, con expresión airada,
Ya que el indio charrúa
Nuestra amistad rechaza,
Vuelva a sus bosques a enconar sus flechas,
Vuelva a buscar las fieras sus hermanas.
El español no quiere
Violar un punto la amistad jurada;
Pero verá en el indio a su enemigo,
Al eterno enemigo de su raza.
Vaya libre a su selva,
Pues no hay amor ni gratitud en su alma;
Pero jamás donde el cristiano aliente
Torne a posar la sigilosa planta.

Don Gonzalo partió. Quiso en el labio
De Tabaré asomar una palabra;
Alzó la frente... ¡y la inclinó de nuevo!
Mudo y sombrío abandonó la estancia.





CANTO SEXTO

I



Tras los bosques de acacias de las Islas
Se esconde el sol; en las más altas ramas
Deja un toque de luz anaranjado,
Y polvo de oro en las dormidas aguas.
Tiemblan en los vapores al perderse
De los cuerpos las líneas esfumadas;
Cruzan hacia las islas las bandurrias,
Los cisnes, y los patos, y las garzas.
Que ya, a lo largo del bruñido río,
Casi rozando el agua se adelantan,
O forman, en la altura que atraviesan,
Simétricas y largas caravanas.
El Uruguay se envuelve en su neblina;
Llega al nido en silencio la calandria;
Buscando su nocturno alojamiento,
Aletea la tórtola en las ramas.
Los flexibles y esbeltos sarandíes,
En su alfombra de juncos y espadañas,
Abrigan al dormido camalote,
Cuyas hojas se extienden sobre el agua.
Los zorzales se esconden; a lo lejos
Gritando el teru-tero se agazapa
Sale a pacer la nutria, y el carpincho
Deja su cueva al pie de la barranca.
Cual sobre dos abismos reflejados,
En la orilla los sauces y los talas
Sobre un cielo proyectan sus cabezas,
Y en otro cielo sus raíces bañan.

II

Entretanto, la frente sobre el pecho,
Y el caos en el alma
Tabaré cruza el pueblo lentamente;
Vuelve a su selva, a su salvaje patria.
Ya sombrío y huraño y silencioso.
El monje lo acompaña.
¿Por qué esa sombra, cuando va a ser libre,
Libre como el venado de la pampa?
¿No es Tabaré charrúa?
¿No son la libertad, el cielo, el aura
y la selva nativa y los combates
La pasión del charrúa y la esperanza?
Ay del indio imposible!
Ya una mujer de la enemiga raza
Es libertad para él, y cielo y nubes,
Y hogar nativo, y selvas y batallas!

III

Cruza entre los corrillos de soldados
Que hablan tendidos en la yerba, o cantan
Al ritmo de los golpes que aderezan
Sus coseletes y maltrechas armas.
Al ver pasar al indio con el monje,
Suspenden la labor y se levantan:
El indio loco! dicen por lo bajo:
Ya lo hallaremos! ¡Ese no me engaña!
-¿Qué pensará, decid, de esa traílla
Nuestro buen capitán? ¿Acaso aguarda
A que nos mate aquí como conejos
En la noche mejor esa canalla?
Darles la libertad! Valiente idea!
Cual si nada costara darles caza!
Hierro y fuego les diera, hierro y fuego!
-Hierro, bien dicho, exterminar la plaga!
-¿Pues no ha dado en creer el buen hidalgo,
Que el indio de estos bosques tiene un alma
Como la nuestra, y es vasallo y súbdito
Del Rey Nuestro Señor?
-¡Oiga!
-¡No es nada!
-Como lo oís. El padre franciscano,
El claro!, lo aconseja, lo acompaña,
Y aquí estamos, ¡pardiez!, mirando siempre
Al señor indio como a mente honrada.
-¡Los vasallos del rey!
-¿No es una ofensa
Que se infiere, decir, al gran monarca?
¿Qué dices tú, Rodrigo? Tú eres viejo;
-A ver qué dices tú; deja esa adarga.
-Pues yo... ¿qué he de decir? Veinte años hace
Que ando en estas diabólicas andanzas
Por cierto que era yo de la partida
Cuando encalló la nave capitana.
Fue allí, sobre esa arena, ¡triste noche¡
Veis esa loma? ¿Distinguís la playa
Que se ve más allá? Tras de aquel árbol,
Lo veis bien? Tras de aquél, va la barranca.
Pues bien: allí. Cayeron los charrúas
Sobre nosotros, como avispas bravas;
Incendiaron las tiendas, y diezmaron
Nuestra gente más firme y más bizarra.
¡Buena la hubimos, por San Jorge, buena!
Por poco allí los indios nos acaban!
Estábamos sitiados en las naves,
Oyendo sus aullidos y amenazas:
Mirándolos llegar hasta la orilla
Con gritos e insolentes musarañas,
Y citar al más bravo de nosotros
Para retarlo a singular batalla.
Las pieles o cabellos de los nuestros
Que en el campo quedaron, enastaban
En sus picas, aullando los malditos,
Y dando saltos en siniestra danza.
Así pasamos las eternas horas
Aguardando la muerte, como ratas,
Hambrientos y desnudos, dando al río
Tributo de cadáveres; sin armas.
Pues ni un grano de pólvora teníamos
Que dar al arcabuz; sin esperanza.
Pues una tempestad hacía imposible
De recursos humanos la llegada.
Ah, Don Juan de Garay! Sin él, os juro
Que no llevamos este cuento a España;
En los barcos hallamos nuestra tumba
Sin su arribo con tropas bien armadas
Y no era la primera, ¡voto a Sanes!
Ni la última será... ¡Maldita raza!
Luchan como demonios, no como hombres.
Digo bien?
-¡Bien, muy bien!
-Entonces, ¡nada?
¡Bien los conoces! Mientras quede uno
Capaz de alzar la endemoniada lanza,
No hay que andar con escrúpulos; al indio
Lanzazo firme; nada de palabras.
-Lo propio digo yo.
-Pues yo otro tanto,
¿Qué hacemos, ¡vive Dios!, en esta plaza?
Sin un caballo, expuestos noche y día...
-Noche y día, bien dicho, desde el alba.
Y el capitán. en tanto, se entretiene
En dar la libertad a esa canalla.
Buena les diera yo!
-Mirad al indio:
Allá va con el Padre; a ése mañana
Acaudillar acaso lo veremos
Alguna turba de esos perros.
-¡Cáspita!
Que vengan, voto al diablo!
-¡Que me place!
Tiempo hace ya que no tenemos danza l
-Yo os juro que, en las noches, a mi lado,
Bosteza mi arcabuz de holganza tanta.
-Bien dicho, el arcabuz!
-¡Oiga! Qué esperan
El indio y el anciano? ¿Qué les pasa?

IV

Tabaré ya se aleja;
Ya lo despide el monje con palabras
De consuelo y de amor; indiferente
Lo escucha el indio que a su lado marcha,
Terrible, duro, con el ceño torvo,
Fiera cual nunca la actitud y huraña;
Lleva la noche, la infinita noche,
Sin un rayo de luz en las entrañas.
De pronto se detiene
En un punto clavada la mirada.
Qué lo agita? ¿Qué ve? Temblor de muerte
Por sus rígidos miembros se derrama.
¿La víbora silbando
Casi invisible en el chircal se arrastra?
O es el jaguar despierto en la maleza,
Que hacia el charrúa silencioso avanza?
No: Tabaré no teme.
A la amarilla fiera que a sus plantas
Ya muchas veces vio, cuando su flecha
Hasta a morderle el corazón llegaba;
No es fiera lo que ha visto;
Una mujer lo mira entre las ramas;
Mirándolo, se acerca al Padre Esteban,
Y esa mujer que se le acerca es Blanca.
Ya no puede dudarlo:
No, no es ilusión, no es un fantasma:
Han crujido a sus pies las hojas secas,
Ha hecho mover las ramas al tocarlas.
El viento de la tarde
Viene a agitar con sus movibles alas
Su cabello en desorden, y en su rostro
A orear la huella de recientes lágrimas.
Es ella: trae un ramo
De margaritas en la falda blanca;
Ella, con sus estrellas en los ojos,
Sus alas invisibles en la espalda.
Viene la dulce niña
Como un rayo del alba
Que en la profunda obscuridad penetra
Y en el seno negro de la noche aclara.
La trae el mismo impulso
Que conduce los besos, de las palmas,
Que despierta sonrisas en los labios
Y de los ojos lágrimas arranca,
Cuando el alma sonríe
Y el espíritu llora sin más causa
Que esas ansias de llanto o de ternura
Que en ciertas horas nuestro ser asaltan.
Besó la mano al Padre,
Que con muda sorpresa la observaba;
Alzó tímidamente la cabeza
Y bañó a Tabaré con la mirada.
Al verlo, sacudido
Por la lucha que su alma despedaza,
El ceño torvo, ardiente la pupila,
Convulso y presa de mortales ansias,
En terror y amargura
El corazón sintió se le inundaba.
Como si al borde de ignorado abismo
Después de un corto sueño despertara.
Dio un grito: las azules margaritas
Rodaron hasta el suelo Por Su falda;
Se acogió horrorizada al Padre Esteban,
Y escondió en el sayal la frente helada.
¿Entonces es verdad ¡verdad, Dios santo l
Que el indio nos odiaba?
Es verdad que en su pecho no hay latidos
Y que jamás su corazón se ablanda?
Oh, Padre! ... ¿Por qué entonces de esos seres
El amor me enseñabais?
Padre, no me dejéis, volvamos pronto...
Mirad: la noche baja.
Huye del indio esclavo, me decían,
Sólo hay odio en su alma;
No tuvo hogar, ni madre; de ternura
Su raza es incapaz, todo lo ultraja.
Yo nunca lo creí; yo vi en sus ojos
Dolor... ¡y tuve lástima!
Venía a consolar su desventura,
Y no más... Hice mal? No lo pensaba.
No quise nada más, nada, os lo juro;
Vine por consolarla.
Lo sabe Dios muy bien ... Pero ¡qué tarde!
Qué tarde es ya! Cómo la niebla se alza!
Y el indio, Padre Esteban, me da miedo.
¿Qué tiene? ¿Qué le pasa?
Vedlo... Volvamos, por piedad, volvamos.
Por qué vine hasta aquí? ¡Quién lo pensara¡
Indio... Adiós. Tabaré. Terror y pena
Me inspira tu desgracia.
Qué tarde es ya! ... ¡La Virgen te proteja!
Anda con Dios a tu salvaje patria!

V

Ya huyendo temblorosa hacia la villa
Blanca exhaló sus últimas palabras.
La tarde la arropaba en sus vapores,
Y ella en su seno al parecer flotaba.
El charrúa la vio tenue, impalpable;
La siguió con estúpida mirada;
La vio volver de nuevo la cabeza,
Y ocultarse, por fin, entre los talas.
Cuando la vio perderse para siempre,
Sintió la soledad. Toda su raza
En él moría, muda, sin quejarse.
Sola en la densa noche de su alma.
En brazos del anciano misionero
Se arroja el indio, cuya tez abraza.
Solloza... Sus sollozos, cual rugidos
De fieras moribundas se dilatan.
Al sentir en sus párpados el llanto,
Exhala un grito de dolor o rabia,
Un grito que a lo lejos, al perderse,
Se transforma en lamento o en plegaria:
De pronto, con un brusco movimiento,
Se desprende del monje; la mirada
Clava en el punto en que a la vez postrera
Sobre el fondo del cielo miró a Blanca.
Y huye como la fiera perseguida
Y se interna en la selva solitaria...
Largo tiempo se oyeron sus quejidos
Como si un tigre herido se alejara.

VI

Sobre el sayal del monje
Del charrúa quedó la primer lágrima;
El supremo dolor entre sus dedos
Una raza exprimió para arrancarla.
Las horas de la noche
Ya vestidas de luto se adelantan;
Y entran al bosque y sus cendales negros
Van colgando en silencio de las ramas.
Sobre el sayal del monje
Del charrúa quedó la primera lágrima.
Para llorar la moribunda estirpe
Una pupila azul necesitaba!





LIBRO TERCERO

CANTO PRIMERO

I



Genios de las riberas,
Invisibles espíritus del bosque,
Que convertís en moscas o en reptiles
A los indios que vagan por la noche;
Seres que, en las tinieblas,
Gastáis el tiempo el, ajustar los broches
De la dormida flor, mientras su ovario
Abre su amor al encendido polen;
Que elaboráis en ella
El dulce néctar que la abeja sorbe
Y los frescos aromas, que sedientos,
Los labios de los céfiros recogen;
O en la mortal cicuta
Vivís acurrucados, de los hombres
Acechando el secreto de la vida
Y destiláis la hiel de los dolores.
Y agriáis la crespa hierba
Que ni el carpincho ni la nutria comen,
Y envenenáis al avestruz dormido
Los huevos bajo el ala sin que os note.

II

Vírgenes transparentes
Que os colgáis en las ramas de los molles,
Y os columpiáis, con vuestros pies trazando
Rayas de luz sobre la linfa inmóvil ,
Y en esas lacias hebras
Con que acaricia el sauce al camalote
Subís y descendéis llevando al río
Rayos de luna en haces brilladores;
O hundidas en un lecho de espadañas
Os reclináis en los desiertos bordes,
A escuchar el secreto de las olas
Que transformáis en trémulas canciones;
Pobladores del aire
Leves y multiformes,
Hijos de los crepúsculos azules
Que con las alas embozáis los montes;
Que taladráis el diente
De la víbora en donde
Derramáis los licores ponzoñosos
-Que al infiltrarse, el corazón corroen;
Que en los ojos del tigre
Encendéis vuestra antorcha y las visiones
Preparáis a su luz disparatadas
Y las vaciáis en sus extraños moldes;
Que en la blanca osamenta,
Hacéis brotar los fuegos fatuos dobles,
Esos que, sobre el haz de los pantanos,
Ebrios, inquietos e impalpables corren.
Suben, bajan, se arrastran, se persiguen,
Se agitan y se rompen,
Y se apagan los unos a los otros
Sin que el aire los mueva ni los sople;
Almas de los murmullos,
Espíritus errantes de las flores
Que, al murmurar, hacéis más perceptible
El solemne silencio de los orbes;
Invisibles remeros
Que empujáis blandamente al camalote
En que navega incorporado el tigre
Que dormido en la orilla descuidose;
Engendros de los ríos
Que recortáis la escama y los arpones
Del dorado debajo de las islas
Que en vuestros hombros sostenéis a flote,
Meciéndolas en ellos
Sin que el río en que nadan se desborde,
Ni el movimiento imperceptible y blando
Las húmedas barrancas desmoronen;
Seres que, como llamas apagadas,
Sois de un pasado informe
La vida actual y eterna, cuyo velo
La fuerza del espíritu descorre;
Testigos que no mueren.
Que acompañasteis a las tribus nómades,
Las visteis desprenderse de su tronco
Y viajar, sumergiéndose en la noche:
Brotad de entre los tiempos y escuchadme.
Yo os nombraré por vuestros propios nombres;
En la forma, en la voz y el movimiento
Mi espíritu sutil os reconoce.
Cabalgando en las horas que pasaron,
Que el tiempo enfrena y en su noche esconde
Desatad vuestras alas puntiagudas
En legiones aéreas y deformes.
¡Horadadme esa tierra!
¡Sacudidme ese monte!
Como caen los cabellos de un anciano
Como el cardo desgrana sus plumones,
De la muerta cabeza
En que pensó una raza, acaso logre
Ver desprenderse el pensamiento oculto
Sobre mi frente cuando yo os invoque.
Dad un vuelco a ese río!
Salid, desde su légamo a sus bordes,
Con secretos del agua y de la arena,
De los huesos de piedra que se esconden
En el profundo limo
En que tienen las algas sus amores,
Se arrastra el yacaré, duerme la raya,
Y la tortuga sus nidadas pone.
Infundid en ese indio
Que ahora penetra en el callado bosque
Los latidos postreros de una raza
Que a vuestro acento viven y responden;
Latidos de esperanzas imposibles,
Rudo y último acorde
De las arpas malditas que sonaron
-Pulsadas por la muerte y los dolores.

III

Es Tabaré. Penetra nuevamente
A su nativo bosque,
Cuyos añosos árboles lo miran
Y a su paso sus troncos interponen.
Y le tienden los brazos descarnados
Con raras contorsiones,
Como fantasmas que en inmóvil danza
Cruzan y se retuercen por el monte.
Y en torno de él se agrupan a mirarlo,
Y así que lo conocen,
Después de herirlo con los brazos negros,
Se dispersan en todas direcciones.
Y los duros lagartos al sentirlo
Hacia sus cuevas corren,
Y asoman las cabezas puntiagudas,
Y el largo cuerpo sin calor encogen.
Y las ranas se callan un instante
Mientras pasa, y sus voces,
Como largos quejidos, a su espalda,
Cuando ha pasado, nuevamente se oyen.
Y los nocturnos pájaros lo siguen
En negras procesiones:
El chajá dando saltos por el suelo,
Chirriando esos murciélagos enormes.
Que, como manchas de la misma sombra,
La obscuridad recorren,
Persiguiendo los átomos, o huyendo
Atolondrados de invisible azote.
Detrás de cada tronco, acurrucada,
Parece que se esconde
Alguna cosa que, al pasar el indio,
Sigue tras él con movimiento torpe.
El siente a sus espaldas ese mundo
Que su alma sobrecoge;
Más no se vuelve, y apresura el paso
Y sigue, y sigue sin saber adónde.
¿Cuánto anduvo? El indio no lo sabe.
Era la media noche
Quizá, cuando, rendido por la fiebre,
Detúvose entre rudas convulsiones,
Pues la luna, en lo alto de los ciclos,
Los transparentes bordes
De las nubes plomizas encendía
Franjeándolas de tenues resplandores.
De las que ante su disco se atraviesan,
Parecen los Jirones
Las siluetas de negros cocodrilos
Que la infinita soledad recorren;
Palidecen lejanas las estrellas
Que, desde lo alto, vuelan hacia el Norte,
La cruz del Sur se inclina esplendorosa
Con los brazos tocando el horizonte.
Tabaré escucha: En el profundo hueco
De sus ojos inmóviles
Introduce sus dedos el delirio
Que atruena su cabeza con sus voces;
Y otra fugaces, ora persistentes,
Comenzaron entonces
A hablar y cobrar vida los espacios,
La tierra, el aire, el corazón del bosque.

IV

Y a los pies del charrúa
La tierra daba gritos.
Retorcían los árboles sus troncos
Como animados de un airado espíritu:
-¡El genio de la tierra
Ha de morder tus pies, con los colmillos
De sus víboras negras, que se arrastran
Silbando como el viento! ¡No eres indio!
-¡Pasa! ¿Por qué me huellas?
La sangre brota de tus pies heridos.
¿Por queme manchas? De tu sangre nacen
Malas serpientes, negros cocodrilos.
-¡No te detengas; huye!
Aquí en mi ceno no hallarás abrigo;
Ya para ti la patria es un recuerdo,
¿No te sientes llamar? Es el abismo.
Tabaré oyó la voz, cual si brotara
De las grietas del suelo removido:
Lejanas muchedumbres
A sus pies agitaban el vacío;
Crujían las raíces de los árboles,
Cual si un extraño fluido
Las retorciera al circular en ellas,
Dándoles movimientos convulsivos.
Y del añoso ceibo
Cayó, volteando en animados giros,
Una hoja seca que miró al charrúa
Que a su vez la miraba, y ella dijo:
Yo rodaré a tus pies ensangrentados,
Realidad de mi símbolo;
El viento me ha arrancado de mi rama,
A ti te empuja el viento del destino.
Yo vivo con la vida de tu estirpe
Con tu fiebre palpito;
Y mi polvo y el polvo de tus huesos
Van a formar el légamo del río.
Vamos, charrúa; sígueme, salvaje:
Nos llama el torbellino.
Tus lunas han pasado; el sueño negro
Anda en tus venas derramando frío.
Te vuelca el suelo. ¿No lo sientes? Vente;
Vente, sigue conmigo;
¿No sientes el aliento de otra raza
Que te sopla del suelo en que has nacido?
Es la raza de vírgenes tan pálidas
Como la flor del lirio,
Hermosas cual la luna, cuando se hunde
Entre las aguas trémulas del río;
Y tienen luz de aurora en la mirada,
Y sus ojos tranquilos
Miran con odio al indio de los bosques,
Y le llaman maldito.
Vamos, charrúa; sígueme, salvaje:
Mira aquel remolino.
Vientos de tempestad vienen de lejos
Aullando como perros fugitivos.
Las sombras que recorren la maleza
Lanzan agudos gritos
Esas llamas sin luz marcan la ruta
Por donde corren los que fueron vivos.
Los impasibles ojos del charrúa
Siguen los vanos giros
De la hoja en cuyas venas circulaba
La vida de un espíritu cautivo.
Que en pie la sostenía,
la empujaba contra el viento mismo,
la llevó saltando y retorciéndose,
Siempre mirando y señalando al indio.

V

Oye entonces el aire de la noche
Que a su lado respira
Jadeante y con penosa intermitencia
Como el hálito de alguien que agoniza:
Te ahogas?, le gritaba. Es que en tu bosque
La muerte sólo habita
Está poblado el aire por las sombras.
Por las sombras charrúas que te miran.
Vengo empapado en llanto de las tribus
Que mueren fugitivas
Vengo cargado de vapor de sangre
Que forma sobre el campo una neblina.
¿Sientes los ayes? Es la muerte; corre
Tras de las madres indias.
Que huyen sin hijos. Ellos no se mueven:
Tendidos allá están en las colinas.
Son tus hermanos, muertos en su tierra
Por la raza maldita.
Ves esa virgen que en sus sueños anda?
Está empapada de tu sangre. ¡Mírala!

VI

El Indio está de pie. Todos sus miembros
Ateridos tiritan
Le falta el suelo, y vuelve a recobrarlo
En actitud violenta y convulsiva.
La fiebre en su cabeza espeluznada
Hunde la mano rígida,
Y en sus ojos atónitos llamean
Con fosfórica lumbre las pupilas.
Todo es extraño para él: el viento,
Los árboles que imitan
Seres desnudos, negros, que en su torno,
Se han detenido, y cuyos ojos brillan
Entre cabellos que hasta el suelo bajan,
Y lentamente oscilan;
Brillan marcando el sitio en que se encuentran
Cabezas que, sin verse, se adivinan.
Los rumores que pasan, van dejando,
Por la extensión vacía,
Como esos remolinos que las barcas
Hacen surgir del fondo de las linfas,
Resonancias que brotan de la sombra,
Tumultos que se agitan,
Silencios prolongados que de nuevo
Estallan en confusas vocerías,
O dando paso a una voz triste y aislada,
Voz que parece amiga,
Y dice algo al oído de una lengua
Inteligible, pero nunca oída.

VII

Por fin. cual si las vagas sensaciones
Que el indio aun percibía
Sufrieran en la nada tenebrosa
Una inmersión violenta y repentina,
Tabaré se desploma. Un ruido extraño
Produce su caída.
Se queja el suelo? ¿Quién impone al bosque
Esa actitud de asombro o de atonía?
Las notas que pasaban,
Los rumores que huían,
Las ramas que, inclinadas por el viento,
A levantarse nuevamente iban,
Suspensos han quedado. Es que el charrúa
Está en la selva antigua
Del indio Caracé; es que ha caído
Sobre el sepulcro de su madre extinta,
La cruz abre los brazos a su lado,
La cruz de la cautiva!
Parece que, inclinando la cabeza,
La cruz al indio en su regazo abriga.
Qué habló con el salvaje, aquella noche,
El alma errante que en la cruz palpita,
Es el secreto de la sombra eterna...
Empieza a amanecer, casi es de día.





CANTO SEGUNDO

I



¿Quién grita por allá, que tiembla el bosque,
Y hasta los aires tiemblan?
Un vago resplandor, allá a lo lejos,
Sobre el obscuro cielo se proyecta.
Destaca el bosquecillo, cuyas formas
Vacilantes revela,
Y alumbra aquel ombú, que solo y negro
Está de pie durmiendo allá en la cuesta.
Parece que se mueven un instante
Las lomas soñolientas,
Que en la turbada obscuridad estaban,
Y que asoman por entre las tinieblas
De nuevo el alarido temeroso
En los aires revienta.
El hambre acaso tiene congregadas
En esos matorrales a las fieras?
No; las fieras miradlas: en rebaños,
Tendidas las orejas,
Saltan de acá y de allá; sobre las lomas
Se detienen volviendo las cabezas;
Emprenden nuevamente amedrentadas
Su rápida carrera;
Y alargando los cuerpos se deslizan
Con sigiloso paso entre las breñas.
Enarcando los lomos amarillos
Acurrucadas quedan,
Y en la profunda obscuridad del soto
Sus dos ojos de fuego centellean.
El avestruz corriendo en la llanura
Ya con las alas sueltas;
Se siente el aletea de los pájaros
Que abandonan sus nidos y se alejan;
Y se oyen las carreras del venado
Que salta en la maleza,
Y el rumor de manadas de carpinchos
Que corren a buscar sus madrigueras.

II

¿Quién va? ¿Qué sombras son las que corriendo
Van entre las tinieblas
E indican, con los brazos extendidos,
El resplandor de la lejana hoguera?
Son los indios charrúas. Han brillado
Los fuegos de la guerra
En las lomas del Hum; fuegos de muerte
Luces del Uruguay en las riberas.
Y el indio que al venado perseguía
En las pampas desiertas;
Y el que encendía el tronco de algarrobo
En el hogar del valle, y a las flechas
Ataba con los nervios del carpincho
El colmillo de piedra,
O la cuerda del arco retorcía
Formada de flexible enredadera;
Y el que miraba más allá, tendido
Con su eterna indolencia,
A sus mujeres fermentar la chicha
Y levantar las pieles de la tienda,
Todos vieron los fuegos de las lomas
Y alzaron las cabezas,
Y señalando el resplandor gritaron
¡Ahú! ¡Ahú! ¡Ahú! ¡Fuegos de guerra!
Todos caminan; han tomados todos
Sus lanzas y sus flechas;
Se han pintado los rostros y los cuerpos
Con rayas muy azules y muy negras,
Inyectando en su piel los jugos agrios
De las silvestres hierbas
Que el venado no come ni la nutria,
Y que crecen de noche entre las piedras,
Bajo las cuales, en las altas horas,
Ladra el zorro en su cueva
Y se esconde la iguana perseguida
Y anidan la lechuza y la culebra.
Todos caminan; llevan en los cuerpos
Arreos de pelea:
Las plumas de ñandú sobre la frente
En las lanzas humanas cabelleras.
¿Adónde van? Donde los llama el fuego,
El fuego de la guerra;
El que anuncia la muerte del cacique
Allá en el bosquecillo, de las ceibas.
Ahú!, ahú, ahú! Corren los indios
Gritando en las tinieblas,
Y el turbado silencio de la noche
Huye a esconderse en la inmediata selva,

III

Las nubes de humo denso iluminado
Que en el aire se elevan
Sobre la masa negra de los árboles,
Marcan el sitio en que las tribus velan;
Desde lejos se ven de los charrúas
Las obscuras siluetas
Que, cruzando y saltando entre los troncos,
Sobre el rojizo fondo se proyectan.

IV

¡Extraño funeral! Los indios ebrios
Avivan diez hogueras
Encendidas en torno de un cadáver
Tendido sobre un lecho de maleza.
Es un viejo cacique. El sueño frío
Se ha entrado por sus venas;
Nadie Pudo arrancarlo con la boca
De la piel del anciano; quedó en ella,
Dejándole el color amarillento
Que entristece a las ceibas
Cuando el viento se enfría, y de las ramas
Las hojas bajan a morir en tierra,
Los médicos el vientre del cacique
Han chupado con fuerza
Por arrancarle el dardo y el gusano
Que le causaban mal. Inútil brega.
Vedlo tendido, inmóvil, taciturno,
Tan largo como era;
Los indios gritan, en su torno corren,
Y las abiertas bocas se golpean.
El arco de urunday tiene el cadáver
Entre las manos yertas;
Han colocado en orden a su lado
Su lanza y sus macanas y sus flechas,
Y pieles de venado y las vasijas
En que el zumo fermenta
De guaviyús silvestres y algarrobas,
Y de la miel que forman las abejas.


V

Las tribus cuidan de que tenga el muerto
Las pupilas abiertas;
Bien atadas han puesto en su cintura
Las silbadoras bolas de pelea;
Y, porque espante entre los negros toldos,
A Añang y a Macachera
Con jugos de urucú pintan su cuerpo
Y le embijan el rostro que amedrenta.
Tiene azules los pómulos salientes;
Amarillas y negras
Son las rayas que cruzan sus mejillas,
Y su pecho y sus brazos y sus piernas.
El deformado rostro del cadáver
Forma una horrible mueca
Que infundirá terror, cuando al cacique
De los genios del aire se defienda

VI

Ahú! Ahú! Ahú! Por todos lados
Los indios atraviesan;
Aúllan, corren, saltan jadeantes,
Dando al aire las rígidas melenas.
Hacen silbar las bolas, agitadas
En torno a sus cabezas,
Chocan las lanzas, los cerrados puños
Con feroz ademán al aire elevan,
Y forman un acorde indescriptible
Que en los aires revienta:
Ebullición de gritos y clamores,
Golpes, imprecaciones y carreras.
Ya hiriéndolos de lleno, ya a los lejos
Bañándolos a medias,
Según que a las hogueras se aproximan,
O de ellas con el vértigo se alejan,
La lumbre hace brotar, corno arrancados
Del medio en que voltean,
Cuerpos desnudos, rostros que aparecen
Y se hunden nuevamente en las tinieblas.

VII

¿No son mujeres esas, las que ahora
Alumbran las hogueras,
Esas que danzan en redor del muerto
Y sus pequeños en los brazos llevan?
Sí; son madres de indios. Sus cabellos,
En obscuras guedejas,
Flotan sobre las mórbidas espaldas
Ceñidos en la frente; mas no velan
Los cuerpos palpitantes y desnudos
En que los fuegos tiemblan
Dando relieve a ¡os redondos senos
Que sudorosos de cansancio ondean.
Tienen sus movimientos convulsivos
Cierta ruda cadencia
Y sus formas desnudas, a las formas
De la hembra del venado se asemejan.
Sus ojos negros brillan empapados
En la luz y chispean
Se cimbran sus elásticas cinturas
En plumas grises de avestruz envueltas.
Los collares de piedras de colores
En sus gargantas suenan,
Y los cintillos de brillantes plumas
Adornan sus tobillos y muñecas.
El que ajustado en la frente,
Al erguirse sobre ésta,
Da a la figura la esbeltez del pájaro
Que su penacho en el sauzal ostenta.
Las indias van cantando; sus cantares
Son una extraña mezcla
De alaridos y gritos quejumbrosos
Que en un ritmo monótono se estrechan.
Las ruidosas bandadas de gaviotas
Que sobre el agua vuelan
Gritan como esas indias, y en el aire
Como ellas se revuelven y atropellan.
La turba de los indios las empuja,
Y las mujeres ruedan
Heridas, dando gritos que al vagido
Se unen de sus hijos. No. se arredran:
De nuevo se levantan, y prosiguen
En su danza frenética,
Y en los cantares bárbaros que entonan
En torno del cadáver dando vueltas.

VIII

En redor de aquel fuego y en cuclillas
Ved a esas indias viejas;
Casi con las rodillas sobre el pecho
Revuelven sus vasijas y bostezan.
Sobre sus rostros penden los cabellos,
Que el tiempo no blanquea,
Como retoños lacios y marchitos
Que aun de sus troncos vacilantes cuelgan.
No se adornan los cuerpos angulosos;
Sus mandíbulas secas
Mastican algo que al brebaje arrojan
Que en las silvestres cáscaras fermenta;
Gritan de vez en cuando, y se levantan,
Y de nuevo se sientan.
Hay en sus voces algo de chirrido
Que acaso al grito del chajá se acerca.

IX

¿Y esos indios de bruces en la sombra?
¿Por qué dan esas quejas?
No es sangre lo que brota de sus manos
Que destrozadas muestran?
Se han cortado los dedos. Son parientes
Del cacique que velan:
Se han cortado los dedos con el filo
De sus hachas de piedra.
Así de que lloraron al anciano
Dan elocuente prueba.
¿Quién pondrá en duda su dolor que a voces
n coro manifiestan?

X

Nadie que a medianoche aquellos gritos
Y clamores oyera,
Evitaría que el terror helase
Con un frío de muerte hasta sus venas.
Los llantos de los niños y mujeres
En el aire se mezclan
Con los gritos, palabras y alaridos
De los indios que airados vociferan,
Y con el choque de armas, y el silbido
De las bolas de piedra,
Y los golpes de cuerpos desplomados
Que heridos en el suelo se revuelcan.

XI

¿Qué quieren esas gentes? ¿Por qué corren?
¿Qué ven en las tinieblas?
¿A quiénes amenazan en el aire
Y dirigen sus bárbaras arengas?
¡Quién no lo sabe! Espantan a las sombras
Que, en bandadas, se acercan
Al indio muerto, por cerrar sus ojos
Y apagarle los fuegos. Ved: son ésas,
Esas que, con sus alas de carancho,
Entre las ramas vuelan;
Curupirá las sopla y las revuelve,
El negro Añanguazú viene con ellas.
Son los hijos del aire y da la noche
Que andan en las tormentas
Encendiendo sus fuegos en las nubes,
Los grandes ruidos derramando en éstas;
Son los perros que roen a las lunas
Y apagan las estrellas.
Y lanzan los ladridos prolongados
Que suelen escucharse en las cavernas;
Los que afílan los dientes de las víboras
Dormidas en sus cuevas,
Y en la hierba que pisan los charrúas
Las arañitas de la muerte siembran.
Son las sombras malditas que al cadáver
Del cacique se acercan,
Para cerrar sus párpados, quedando
Bajo de ellas ocultas; allí esperan
Que se apague del indio la mirada
Y hacia adentro se vuelva.
Entonces lo persiguen y lo acosan
En la noche sin lunas que comienza.
Y allí, escondidos en sus toldos negros,
Le disparan sus flechas,
Fingen rostros horribles en lo oscuro
Y soplan como el viento en sus orejas.

XII

El viento se ha calmado; algunas voces,
En medio de la incoherencia
De la grita salvaje, con esfuerzo
Acaso se comprendan.
Oíd a esos que cruzan: sus palabras
Claras allí resuenan;
También a aquellos que, con duros gestos
Amenazando el aire vociferan:
-¡Ahú! ¡Dejad al muerto¡
¡Dejad al tubichá!
¿Por qué sopláis la lumbre de sus fuegos?
¡Dejad al muerto, Añang!
-¡No le cerréis los ojos!
-¡Ahú! ¡Ahú! ¡Ahú!
-¿Sentís ladrar las sombras? Han salido
Del tronco del ombú.
-¡Corred, seguid aquella Que se revuelve allá!
Sacude la maleza con las alas, Y agita el ñapintá.
¿A quién lleva el fantasma
De rápido correr?
Ya fugitivo, en sus hombros lleva
Al cacique que fue.
-¡Cómo gritan los árboles¡
-Ahú! ¡Ahú! ¡Ahú!
-El aire zumba; son los moscardones
Que corre, Añanguazú.
-¡Persiguiendo la luna
Los perros negros van!
-Los perros negros que a beber comienzan
Su tibia claridad!
¡Cómo mira esa sombra Con sus ojos de luz!
-¡Y cómo se retuercen y se alargan
Sus alas de ñandú!
-¡El viento! ¡El viento negro!
¡Allá va¡ ¡Allá val
¿Quién zumba en él? ¡Las moscas que conduce
Gruñendo el mamangá!

XIII

Las sombras de la noche
Vienen volando en caravana aérea,
Y luchan con las llamas, las sacuden,
Y en torno del hogar revolotean.
Las llamas las rechazan,
Y las detienen en aureola negra,
En cuyo seno los añosos árboles
Cobran formas variables y quiméricas.
Los ojos del cadáver
Horriblemente abiertos, parpadean,
Parece que sus miembros se estremecen
Al avivarse el fuego que lo cerca,
O que el rígido cuerpo
Nada en el aire, flota en las tinieblas,
Y se hunde, y reaparece, y se transforma
Cuando la inquieta llamarada amengua,
Formando un fondo negro
Lleno de líneas vagas y revueltas;
Un medio en que se esfuman y se mueven
Formas abigarradas e incompletas.

XIV

El viento se ha callado entre los aires;
Los salvajes jadean;
Se apoyan en sus lanzas o en los troncos,
O se dejan caer sobré la hierba.
La grita se enrarece: por el aire
Las Voces se dispersan.
Suenan acá los llantos de mujeres;
Allá los magullados aun es quejan.
Los fuegos no avivados languidecen;
Sus oscilantes lenguas
Se mueven como el indio que borracho
Lleva de un hombro al otro la cabeza.
Corre entre aquellas voces un silencio
Semejante al que reina
Sobre la onda del río cuando acaba
De pasar por el aire la tormenta.

XV

Lo rompe un joven indio que saltando
Desaforado llega;
Da un grito clamoroso, y con su lanza
Pasa de un viejo tronco la corteza.
Habla a voces, furioso, sacudiendo
Su cabellera negra;
Sus palabras parecen alaridos
De una ruda y fantástica elocuencia;
Y salta como el tigre, y con la maza
El cuerpo se ensangrienta,
Y sobre el negro matorral de plumas
La bola agita atada a su muñeca.
Son de hierro sus miembros; nadie excede
Su talla gigantesca;
Ramas de sauce negro, sus cabellos
Sobre el rostro y los hombros, se despeñan,
Y en sus ojos pequeños y escondidos
Las miradas chispean
Como las aguas negras y profundas,
Tocadas por el rayo de una estrella.

XVI

Es el cacique Yamandú. Los indios
Se alzan y lo rodean.
¿Qué quiere Yamandú? Reclama el mando
Mostrando sus heridas y su fuerza.
Nadie como él se descompone el rostro
Con espantosa mueca,
Ni lanza el alarido que, en la lucha,
Brota del hueco de su boca abierta;
Nadie como él en el hinchado labio
La señal atraviesa
Que distingue a los indios de las tribus,
Que más espanto infunden en la guerra.
¿Quién sino él, entonces a la gente
Llevará a la pelea?
¿Quién sino él, que de enemigos muertos
Cien cabelleras en su toldo ostenta,
Y adorna su garganta con collares
De los dientes y muelas
De arachanes vencidos, cuyas pieles
Forman de su arco la flexible cuerda?
Jamás el gamo huyendo en la llanura,
Pudo esquivar su flecha,
Ni el avestruz el golpe de su bola
Que silba como víbora sedienta.
Ahú! clama con grito prolongado,
Aquí en el urunday
El indio Yamandú clavó su lanza...
¡Nadie la arrancará!
Yo he peleado con ella entre las tribus
Que ven salir el sol;
Ni la he roto jamás en la rodilla,
Ni en mi brazo tembló.
La he clavado en el bosque donde encienden,
Los caciques chanás,
Y los manuanos, tapes y bohanes Los fuegos de su hogar.
Yo arranqué la sangrienta cabellera
Del fiero Tubichá,
Cuya piragua atravesó las ondas
Del río como mar.
¡Ved mi pellejo! ¡Tiene más heridas
Que plumas el ñandú.,
Y que lunas han visto los ancianos
Salir del guaycurú.
Yo derramo la sangre de mi cuerpo
De la que, en el chircal,
Brotan los yacarés que entre los juncos
Duermen del Uruguay.
Los rayos de los blancos no penetran
En mi curtida piel
Más dura que la piel de la tortuga
Y del Jaguareté.
Mirad mis ojos: brillan en la sombra;
Son los ñacurutú...
¿Cuál de los indios tiene la mirada
De mis ojos de luz?

XVII

Un murmullo de asombro se difunde
Entre la turba aquella;
La tribu, fascinada y aturdida,
Nuevo cacique en el salvaje encuentra
Ya en algunas gargantas comprimido
Está el grito de guerra;
La aclamación al indio cuyos ojos
Al moverse en la sombra centellean.
Entreabiertos e inmóviles los labios
Los otros lo contemplan;
Sobre aquel grupo de desnudos cuerpos
Las rojas llamaradas se reflejan.
Ellas solas se mueven y el cacique
Cuya ruda elocuencia
Es algo como un vértigo que estalla;
Una danza fantástica y siniestra.
Sólo él se agita, salta, se retuerce
Con espantosa fuerza.
Inmóvil lo demás; todas las almas
En los ojos absortos se condensan.
¡Nadie, prosigue el indio, estremeciendo
la turba con su voz,
Nadie la lanza que clavó mi brazo
De su tronco arrancó!
Llega a mi toldo, sin morder mis piernas,
El malo añanguazú;
Yo penetro de noche al más obscuro
Bosquecillo del Hum;
Las sombras de los viejos de mi tribu,
Y que viven en Tupá,
Ven en sus nubes a enseriarme el grito
Que lanzan los chajás;
Los perros que devoran a las lunas
No ladran como yo;
El viento negro de la noche calla
Cuando escucha mi voz.
¿Quién arranca mi lanza? ¿Quién su fuerza
Mide con Yamandú,
El indio de los brazos como el tronco
Del viejo guabiyú?
¿No oís el río? Suena en sus barrancas.
¡Oíd al Uruguay!
Es río de los indios. i Y los blancos
En su ribera están!
Los blancos que vinieron de allá lejos,
De donde sale el sol;
Los que matan los indios con los rayos
Que el astro les prestó,
Y les cortan las negras cabelleras,
Y les quitan la piel;
Y les roban la tierra en que nacieron
Y en que posan los pies.
Dando un quejido morirá el charrúa
Que nunca se quejó,
Y sus mujeres correrán lanzando
Sus gritos de dolor.
¿Queréis matar al extranjero? Entonces
Seguid al Yamandú.
Yo sé matarlo como al gato bravo
De los bosques del Hum.
Los cráneos de los pálidos guerreros
Al indio servirán
Para beber la chicha de algarrobas
Y el jugo del palmar.
Sus rayos no me ofenden; en su sangre
Se hundirán nuestros pies;
Sus cabelleras en las lanzas nuestras
El viento ha de mover;
Vírgenes blancas, que en los ojos tienen
Hermosa claridad;
Encenderán en nuestros libres valles
Nuestro salvaje hogar.
En esos días de las horas largas
En que canta el sabía,
y al pie de la barranca está el bañado
Dormido en el juncal;
En esas noches en que a ratos se oye
El canto del urú,
los vírgenes esclavas del charrúa
Brillarán con su luz.
Sus cuerpos son más blandos que el venado
Que acaba de nacer,
Y tiemblan como tiembla entre la hierba
La verde caicobé.
Sus cabellos parecen los renuevos
Más tiernos del sauzal;
Sus bocas se abren como el, dulce fruto
Que da el mburucuyá . . .
¡Vamos! ¡Seguidme! ¡El extranjero duerme,
Duerme en el Uruguay!
¡El sueño que en sus ojos se ha sentado,
No se levantará!
¿Veis? La luna de fuego de las lomas
No se distingue aún;
Aun se siente a lo lejos en las ramas
El canto del urú!
Sólo esclavos del blanco allá en su toldo
El indio engendrará,
Y en sus bosques el fuego de la guerra
No encenderá jamás;

XVIII

Un alarido inmenso, pavoroso
En los aires revienta;
Nadie a fauces humanas esos gritos,
A escucharlos de noche, atribuyera.
Un águila tranquila, que pasaba
Sobre la selva aquella
El vuelo aceleró, cambié de rurribo,
Y se perdió en la soledad inmensa;
Y el tigre, bajo el párpado apagando
De su enorme pupila la lumbrera,
Y barriendo la tierra con la cola
Y tendiendo hacia atrás la aguda oreja,
A largo paso y con temor cambiando
De sitio en la maleza,
Se revolvió tres veces para hundirse
Y quedar más oculto entre las breñas.

XIX

¡Yamandú tubichá! ¡Yamandú enciende
Los fuegos de la guerra!
Al río! ¡Al río! ¡El extranjero blanco
Tendido duerme en su cerrada tienda!
¡Ahú! ¡ahú! ¡ahú! ¡Vamos, cacique,
Lanza al aire tu flecha,
Para que el astro de los indios llegue,
Y con presagios de victoria vuelva!
Y la flecha del indio por el aire
Tiende las alas muertas...
¡Ahú! ¡ahú! ¡ahú! Volvió del astro,
Volvió del astro y se clavó en la tierra.
¡Recta como las Palmas de las islas!
¡El astro habló con ella!
Al río Al río! Al Uruguay! Al río!
¡Cacique Yamandú! ¡Fuegos de guerra!

XX

En pos de Yamandú corre la tribu.
Su negra silueta
Se ve a lo lejos tramontar las lomas
Como obscuro rebaño de culebras.
Sus gritos y los choques de sus armas
Se perciben apenas;
Las mujeres, los niños, los heridos
En todas direcciones se dispersan.
Se escuchan sus quejidos algún tiempo,
Que en el bosque se internan;
El silencio que huyó, de nuevo vuelve
A echarse fatigado entre la hierba.

XXI

Todo está en calma; el viento está callado,
Han vuelto las estrellas
A brillar al través de sus vapores,
Y siguen en silencio su carrera.
El cadáver del indio, abandonado
Flota entre las tinieblas
Las hogueras a punto de extinguirse,
Lo alumbran con Penosa intermitencia,
Bañándolo en las tenues llamaradas
Que oscilantes Y trémulas,
Sacan de entre las cálidas cenizas
Las Puntiagudas Y azuladas lenguas.
Las sombras que aletean, poco a poco
Han bajado a la tierra,
Y en torno de los fuegos espirantes,
Se arrastran, agarrándose a las breñas.





CANTO TERCERO

I



Duerme San Salvador entre rumores.
corre a sus pies el río
Remedando el arrullo de una tórtola
Con su blando y monótono ruido,
El centinela en el bastión se duerme
Y, al verlo allí tranquilo,
Juegan con su arcabuz y con su adarga
Los invisibles genios de los indios.
Con, sus ojos pequeños, y sus cuerpos
Desnudos y cobrizos,
Con sus pechos y pómulos salientes,
Sus labios gruesos y cabellos rígidos:
Engendros microscópicos que miran
Al soldado dormido.
Trepan por él, lo palpan, cuchichean,
Y en grupos los recorren con sigilo,
Y danzan en su torno de las manos,
Golpeando el suelo con alegre ritmo,
O, al compás de los ruedos de la noche,
Se mecen, en los aires suspendidos,
Lanzando esas fugaces carcajadas
Y esos pequeños gritos
Que se oyen en las noches silenciosas
Sin verse quien respira en el vacío
¿Cómo puede dormir, soñar acaso
Ese hombre? ¿No habrá visto
Esas manchas de sangre que aparecen
Del astro solitario sobre el disco?
Las horas impregnadas de indolencia,
Al soldado han vencido;
Juegan con su arcabuz y con su yelmo
Los invisibles genios de los indios.

II

¿Sentís moverse ese cardal cercano,
Y ese roce de cuerpos escondidos
Que se arrastran, cual suele entre los juncos
Arrastrarse callado el cocodrilo?
¿No veis entre las ramas asomarse
Las temerosas caras de los indios
Embijadas de rojo, y dibujadas
Con trazos verdes, negros y amarillos?
Las plumas de sus frentes se confunden
Con las hojas del cardo; el remolino
Del viento suave, al girar las ramas,
Descubre acá y allá rostros cobrizos,
Brazos que se abren paso cautelosos;
Entre el tupido bosque de espinillos,
Cuerpos a medio incorporarse. VedIos.
Salen al llano en dirección al río
Aquél es Ibiqué. ¿Quién no conoce
Al tubicha, tan fiero como listo,
Que al avestruz alcanza y al venado,
Y apresa entre las aguas al carpincho?
Cayú es aquel que corre entre las chircas.
Se le conoce en el profundo signo
Que le grabó con su hacha en la cabeza
Hace algún tiempo el arachán Siripo.
¿También tú, Guaycurú? De los cristianos
Tú te dijiste servidor sumiso,
Y ese casco que llevas y esa daga
De Garay los ganaste en el servicio.
Tú fuiste el mensajero de tu tribu;
Rompiste en la rodilla tu macizo
Arco de ñandubay y, en tu piragua,
O a nado, en son de paz, cruzaste el río,
¿No es ésa una mujer? Es Tabolía.
Sabe arrancar la piel al enemigo
Y ya más de una de ellas ha colgado
En el movible toldo de sus hijos.
Ella no exprime el fruto del quebracho,
Ni recoge en la selva para su indio
La miel de guabiyú, ni lleva el toldo,
Ni entona el yaraví de triste ritmo.
Tiene en su labio el signo del guerrero;
Suena en la lucha su salvaje grito,
Y en el desnudo seno apoya el arco
En que viene la muerte a hacer su nido.
Yamandú va adelante. El negro brazo
Hacia atrás extendido,
Silencio impone a la jadeante turba
Con ademán nervioso y expresivo,
Mientras él se incorpora; la cabeza
Saca de entre las matas y, al tranquilo
Resplandor de la luna, ya cercano
Observa el silencioso caserío.

III

Blanca duerme. La lámpara en la alcoba
De la inocente niña
Su dormida cabeza en la almohada
Con trémulas aureolas ilumina.
Entreabiertos sus párpados,
Dejan adivinar en sus pupilas,
Como en el lago el brillo de una estrella
La lumbre palpitante de la vida.
Los invisibles labios de un ensueño
Parecen apoyarse en su mejilla,
Y comprimir su boca
Con los pliegues del llanto o la sonrisa.
Una oración acaso,
A medio terminar, interrumpida
Por el sueño ha quedado abandonada
Entre los labios de la hermosa niña.
Que unos ratos parece recogerla,
Moverla entre ellos pura e instintiva,
Y ofrecerla a los ángeles que nadan
En el callado ambiente que respira.
¿Duerme? ¿O en el vahído indescriptible
Intermedio entre el sueño y la vigilia
La realidad y la ilusión se estrechan
Y en su espíritu flotan confundidas?
¿Conserva esa conciencia vacilante,
Esa confusa actividad que infiltra
La voluntad del hombre en los ensueños
Que en lo obscuro procuran sumergirla?

IV

Acaso no dormía. Se incorpora;
En el espacio la mirada fija;
Separa los cabellos de su frente,
Y escucha inmóvil, temblorosa, lívida.
Vedla en el borde del revuelto lecho,
¿Qué ve? ¿Sueña? ¿Delira?
¿Quién derrama en el alma de la virgen
Ese terror que asoma a sus pupilas?
¡Ah! Blanca no ha soñado.
La ronca gritería
Que llegó hasta su oído se repite,
Crece, arrecia, se acerca no es mentira.
El malón salvaje
Derramado en la villa;
El bramido terrible de la fiera
Que ataca y se revuelve en su agonía.
¡Indios! ¡Los indios vienen!
En medio de la grita
Se oye el clamar: ¡Los indios! ¡El charrúa!
¡Abál ¡Ahú! ¡Ahú! ... Suena la esquila,
Sobre el pajizo techo
De la humilde capilla,
Con ayes repetidos de rebato;
Estalla un arcabuz, el plomo silba.
¡Ah del valiente hidalgo!
¡Los indios en la villa!
¿Do está la espada, brazo de la muerte,
Que en las batallas Don Gonzalo vibra?
El salvaje alarido
Con que las tribus su valor excitan,
Suena, cual sí los átomos del aire
Para aullar y gemir cobraran vida.
Y vuelan las saetas
Que sus colmillos en el aire afilan
Y en ellas, discurriendo por la sombra,
Silba la muerte como errante víbora.
Como el penacho ardiente
Del yelmo de un demonio, va encendida
Su roja cabellera desgarrando
En los aires la bola arrojadiza;
Y se quiebran las ramas,
Los árboles oscilan,
Despierta el arcabuz, pero sin rumbo
El plomo vuela, el fogonazo brilla.
Y el salvaje alarido
Levanta a los jaguares que dormían
Y se alejan corriendo, y a los pájaros
Que huyen despavoridos a las islas.
Y el malón se dilata
Como reptil inmenso, que se agita
En mortal convulsión, y envuelve al pueblo,
Y lo estruja y lo ahoga en sus anillas,
¡Ay del pueblo dormido!
¡Ay de la hermosa niña!
¿Quién duerme dulce sueño, quién descansa
Al lado de la fiera que agoniza?

V

Mal ajustado el yelmo,
La cota mal ceñida,
Con la espada desnuda, Don Gonzalo,
Ha estrechado a su esposa; a sus rodillas.
Se ha abrazado gimiendo
Su hermana Blanca. El capitán vacila.
Ruge el malón afuera... Cierra España!
Se oye clamar en medio de la grita.
¡Gonzalo, no nos dejes!
¡Gonzalo, si te vas, ¿quién nos auxilia?
¡Santiago! ¡Cierra España!. . Ruge el indio:
¡Ahú! ¡Ahú! ¡Ahú! ¡Ah, por Castilla!
De los queridos brazos
Se arranca el capitán, corre a la lidia;
Ha huido. Doña Luz, y junto al lecho,
Blanca ha caído como flor marchita.

VI

Las macanas que agitan los charrúas
Ya están en sangre tintas,
Y los desnudos cuerpos brotan sangre
Y fuego las pupilas.
Rueda el incendio en los pajizos techos,
Como de aladas víboras
Una bandada extensa que, entre el humo
Y el rojizo fulgor, se arremolina.
Con retumbante son, en las rodelas
Chocan las mazas indias.
Mudo está el arcabuz, porque el charrúa
El cuerpo ciñe a la armadura misma.
Del español, y clava
En él sus dientes que la rabia irrita;
Y ruedan ambos en estrecho nudo
Estremeciendo el suelo en su caída.
Crecen los alaridos;
La brega recrudece, y la rojiza
Claridad del incendio, los pintados
Rostros de los salvajes ilumina;
Se refleja en las aguas
En fantástica danza, y en la villa
Las desnudas siluetas de los indios
Por todas partes cruzan fugitivas.
Como sombras extrañas e impalpables
Que los aires vomitan,
Y, a la voz de un conjuro,
Cuajan en las tinieblas sacudidas.
¡Ay de la dulce hermana
De la estrella que alumbra las colinas
Cuando la tarde entona sus rumores
Al quedarse dormida entre las islas!

VII

¿No es Yamandú el cacique
El que huye allá en la sombra?
Corre volviendo el rostro abigarrado,
Huye trepando las cercanas lomas.
Es él; bien se distinguen
Sus gigantescas formas;
Bien se conoce el matorral de plumas
Que su cabeza en el combate adorna.
Es él. ¿Por qué va huyendo?
¿Por qué a sus compañeros abandona?
¿Teme la muerte el guaraní cobarde
Después que él mismo concitó las hordas?
No: el indio ha conquistado
Lo que su ardor provoca
El fue una vez a la española villa,
Y vio una virgen. Lo siguió su sombra
Al bosque de los talas,
A su movible choza;
Hirvió su sangre; la pasión salvaje
Brutal y ciega devoró sus horas.
Miradlo: entre sus brazos
Conduce a la española:
¡Es Blanca! ¡Blanca, la inocente hermana
De la tranquila estrella de las lomas!
Blanca, cuyos lamentos
En el aire sofoca
El último clamor de la batalla
Que desgarrando los espacios
Blanca que se retuerce,
Y forceja y se ahoga
En ese nudo de viviente hierro
Que hace crujir sus delicadas formas.
Lleva tan sólo de su lecho aun tibio
Las desceñidas ropas;
Entre los brazos del charrúa
Se ven alas de un nido de palomas;
Y entre el pecho nervudo
Y la mano callosa,
La cabeza de Blanca va oprimida
Inmóvil y encajada entre dos rocas.

VIII

Allá en el horizonte
Una raya de luz traza la aurora;
Luz vaga y cenicienta que franjea
Los ropajes talares de las sombras.
Los últimos charrúas
El incendiado pueblo ya abandonan,
Y en grupos se dirigen a la selva
Dando alaridos que el espacio asordan.
Y, sobre el nimbo tenue
Que circunda la frente de las lomas,
A ratos se proyecta, siempre. huyendo,
La silueta del indio y la española.

IX

Cuando se lo dijeron,
La planta vaciló de Don Gonzalo;
Perdió el mundo las formas a sus ojos
Y, para no caer, se asió de un árbol.
Zumbaron sus oídos
Con gritos y lamentos prolongados,
Y ese llanto sin lágrimas, que riega
La raíz del dolor, secó sus párpados,
El nombre de su hermana,
Como un ruego, brotó de entre sus labios;
Sintió la sombra de su madre extinta
Alzarse suplicante allí a su lado.
Y tal cual aparecen
Las nubes sobre el fondo de un relámpago,
De Tabaré el recuerdo presentose
En el fondo del alma de Gonzalo.
Tabaré a quien el jefe
Buscó siempre en la lucha sin hallarlo;
¿Quién sino él, pensaba, de los indios
La turba vil como caudillo trajo?
¿Qué otra cosa en su mente
Acariciaba aquel salvaje huraño,
Cuando en las altas horas por el pueblo
Solía discurrir con sobresalto?

X

Duró sólo un instante
Del abatido joven el letargo;
Un instante mortal en que perdiera
La conciencia del tiempo y del espacio.
Cuando alzó la mirada,
Vio que sus hombres de armas, a su lado,
Por su intenso dolor sobrecogidos
En silencio lo estaban contemplando.
Los vio como quien vuelve
De larga ausencia, y los hallaba extraños;
Meditó, recordó... y un grito sordo
Lanzó al hallar de su dolor el rastro.
¡Ah, ya os entiendo amigos!
El bosque entero arrancaréis de cuajo.
Lo arrancaréis, ¿verdad? i Oh, en vuestras venas
Sangre española no discurre en vano
Mis valientes, mis fieles!
¿La oís? Os llama sollozando... i Vamos!
¿Cuándo una dama ha recurrido en balde
Al hidalgo valor de un castellano?
¡Es mi Blanca! ¡Mi hermana!
La recordáis? ¿Lo veis? No está a mi lado
Y no está muerta... ¡Ni siquiera muerta!
¿Sentís su voz? ¿No la sentís, mis bravos?
Yo a mi maldita suerte
Su inocencia y su vida he vinculado;
Yo la arrojé a las fauces de las fieras
Del salvaje desierto americano.
¡Y era el último ruego
De mi madre espirante su cuidado!
Para ella fue, para mi tierna hermana
La última gota del sagrado llanto.
Yo juro al que la salve
Ceder mi vida, mi blasón hidalgo.
¡Damián! ¡Ramiro! ¡Vamos, Padre Esteban!
Es tiempo aún, y nos está esperando.
Corramos a salvarla...
¿Españoles no sois? ¿No sois soldados?
¡Yo juro a Dios que vadearé el infierno,
Si el infierno se pone ante mi paso!





CANTO CUARTO

I



Saltando breñas y horadando muros
De impenetrables ramas,
De enredaderas que de tronco a tronco,
Corren y se retuercen y entrelazan;
Mburucuyás que, entre follaje ajeno,
Abren sus pasionarias,
Y columpian sus frutos numerosos
De piel dorada y corazón de grana;
Rompiendo del cipó las duras hebras
Y esquivando las blancas
Ramas el ñapindá que con sus dientes
Muerde los troncos y los pies desgarra;
Cruzando entre laureles y quebrachos,
Nangapirés y talas
Cuyo follaje espeso y verdinegro
Con el del sauce pálido contrasta;
Sumergido entre chircas y juncales,
Matorrales y zarzas,
Se pierde a veces, y se ve de nuevo
Reaparecer, huyendo a la distancia,
Al indio Yamandú. Lleva en los hombros
A la exánime Blanca,
Cuyos brazos y negra cabellera
Cuelgan lacios del indio por la espalda.
Ya rompiendo los muros de verdura
El salvaje se agacha,
Ya se abre senda con el duro brazo,
O entre los troncos derribados salta.
Tal el tigre que va a su madriguera,
En la maleza arrastra,
Llevada entre sus fauces sanguinosas
La res herida que cayó en sus garras.

II

Silencioso está el bosque, el bosque obscuro
De ceibos y de talas,
El bosque de las sombras, en que anidan
Las noches más obscuras y -más largas,
Que convierten en moscas o en reptiles
A los indios que pasan,
Y las alas de piel de los murciélagos
Empapan en la sangre de la iguana.
Es el bosque de Añag; las tribus huyen
De sus siniestras ramas:
Tan sólo los payés en él aprenden
De Añán-guazú los cantos y palabras.
Nacen en el los seres invisibles
Que a los indios disparan
Las flechitas de piedra que penetran
Y enfrían para siempre las entrañas;
Los indios que en la tierra no se mueven
Entre las sombras andan
Dando alaridos y encendiendo fuegos,
Y golpeando los troncos con sus hachas;
Y se les ve subirse a las tormentas
Que Por el aire arrastran,
Y, entre una y otra ráfaga de viento,
Se oyen sus voces tristes y apagadas.
Por eso nunca se llegó la tribu
Al bosque de los talas;
Sobre él no tiene luz el astro grande,
Las lunas, al tocarlo, se desmayan.
Es un bosque sin cantos y sin nidos;
Sus ceibos y sus talas
Ostentan la vejez, que es en el árbol
La plena juventud, la más lozana.
En torno de los troncos, la maleza
Crece tupida y alta,
Y enredaderas duras y sin nombre
En todas direcciones se enmarañan,
Y cuelgan de la bóveda hasta el suelo,
Y entre el musgo se arrastran
Y envuelven en sus hojas verdinegras
Los troncos secos que en el suelo abrazan;
Los troncos derrumbados por el rayo
Que no mató las plantas
Que al árbol vivo estaban adheridas
Y su negro cadáver acompañan.

III

Caídos los cabellos
Como el ala del ave fatigada;
Insensible, sin fuerzas ni conciencia,
Sin miradas los ojos y sin lágrimas;
Mal cubiertas las formas,
Formas de líneas tímidas y vagas,
Pues los años, artistas de la vida,
Su obra tienen apenas modelada,
Hundida entre la yerba,
Como una garza herida, yace Blanca.
Su cabeza se mueve sobre el pecho
Cual colgada del cuello; frías, lacias,
Sus manos han caído
Sobre el blanco regazo en que desmayan.
Casi ríe su labio; es esa tregua
Que el colmo del dolor presta a las almas.

Los ceibos se han echado
Sobre la espalda el manto de escarlata;
En idioma extranjero están las hojas
Conversando entre sí y en voz muy baja.

IV

Un hondo grito de terror y angustia
Blanca por fin exhala,
Un grito que la selva ha estremecido
Y penetró temblando en sus entrañas.
Al tornar a la vida recobrando
Una conciencia vaga;
Al volver a sentir que en sus pupilas
Las confusas miradas despertaban,
Las derramó en su torno; vio a su lado,
Entre la luz escasa,
Los viejos troncos, la maleza, el bosque,
Y por fin, en la sombra, a sus espaldas,
Con las negras pupilas luminosas
En lascivia empapadas,
Vio el rostro abigarrado del salvaje
Que de su presa el despertar aguarda.
Una estúpida risa lo contrae
Con una mueca bárbara;
La cabellera rígida y obscura
Sobre el pintado rostro se derrama;
El cuerpo tiembla, y el jadeante aliento,
Al rozar la garganta,
Forma un sonido intermitente y áspero
Que se acelera y al rugido alcanza.
El salvaje se ríe; de aquel bosque
Sólo él sabe la entrada;
Él es pay; de Añan-guazú no teme
Los fuegos ni los pálidos fantasmas.

V

El grito de la virgen se ha extinguido,
Su cabeza, ocultada
En los brazos que oprimen las rodillas,
Todas las líneas de su cuerpo, pálidas,
Forman un nudo estrecho y tembloroso
Que se ve entre la grama
Al través del cabello que lo envuelve
Como el ramaje al ave amedrentada;
Nudo ajustado apenas, que la mano
De un niño desatara;
Que defender no puede en aquel bosque
El tesoro que guarda.
Siente la virgen tras de sí el romperse
De sacudidas ramas,
Y oprime más sus trémulas rodillas,
Y así un gemido imperceptible lanza.
¿Qué pasa allí? La niña sólo siente
Dos rugidos que estallan,
Dos cuerpos que a su lado se desploman,
Y un grito sofocado a sus espaldas.
Después por un instante, sólo escucha
Las hojas que se hablan en voz baja...
Alguien también respira justo a ella.
¿Quién es? Nadie la ofende, todo calla.
No se atreve a mirar eso ignorado
Que siente allí, muy cerca, como zarpa
Ya dispuesta a caer, sus pensamientos
Comienzan a voltear en ronda vaga;
Sin rumbo se atropellan sus ideas,
En silencio la atruena; en su mirada
Las sombras se condensan; los rumores
Se alejan en tropel, y, a la distancia.
Parecen remedar voces confusas,
Indefinibles gritos o palabras
Le falta tierra, y aire, y se desploma,
Y el nudo de sus brazos se desata.
Ha creído escuchar al desplomarse,
Algo como un lamento a sus espaldas,
Y haber visto tina sombra conocida
Llegarse hasta su lado sin tocarla.

VI

El indio Yamandú yace en el suelo.
En los ojos y el alma
Tiene la noche; su salvaje risa
Está en sus labios para siempre helada.
¿Quién es ese indio pálido y convulso
Que entre la yerba se alza
Después que entre sus dedos ha estrujado
De Yamandú el cacique la garganta?
¿Quién escuchó en el fondo de la selva
Temida de los talas
El grito de la virgen española
Indefensa y esclava?
¿Quién sino él? De pie junto a la niña.
Que inmóvil a sus plantas,
Como si el soplo de un ensueño frío
Por sus hinchadas venas circulara,
El indio Tabaré mira el cadáver
De Yamandú, y a Blanca
Que, cual visión dormida en la maleza,
Se presenta a sus ojos yerta y pálida.
Es él, es Tabaré, que hasta aquel bosque
llevado fue por una fuerza extraña,
Y al despertar de su sopor, en brazos
De la cruz de la selva solitaria,
Sintió muy cerca entre el rumor confuso
De ramas agitadas,
El grito que la virgen española
Al distinguir a Yamandú lanzaba.
Saltó como mordido por el aire;
Saltó, y en la garganta
Del indio Yamandú clavó sus manos
Que sacudió con fuerza extraordinaria,
Hasta sentir la muerte entre sus dedos
Crispados por la rabia.
Dejó el cuerpo del indio estrangulado,
Se alzó y miró... la virgen allí estaba.

VII

E inmóvil, tembloroso.
El indio miró a Blanca,
Cual si la muerte, asida a sus cabellos,
Su oído con sus gritos desgarrara;
Y sigue el ruido sordo de las hojas
Que en voz baja se hablan
En ese idioma dulce y extranjero
En que hablan los crepúsculos al alma;
Y sobre el lecho de hojas y de espinas,
La niña desmayada se destaca,
Iluminada por el rayo triste
De la primera luz de la mañana.

VIII

Tabaré cargó en hombros el cadáver,
Miró de nuevo a Blanca,
Y alejose en silencio
Cual si temiera acaso despertarla.
Y seguía, seguía presuroso,
Con el muerto a la espalda,
Volviendo la cabeza
Entre mortales pavorosas ansias.
Se detiene por fin; tira el cadáver,
Lo esconde entre las zarzas.
Y sigue huyendo, huyendo
Del sitio en que la niña se encontraba.

IX

Como lebrel tras el perdido rastro
Ciego y sin rumbo vaga,
Y de pronto lo encuentra por el aire,
Y vuelve atrás jadeando entre las matas.
El indio Tabaré cambia de rumbo;
Su camino desanda,
Y corre, corre ansioso y convulsivo
Entre las breñas que sus pies desgarran.
Tal cruza el matorral la hembra del tigre,
Y entre las ramas salta
Dando cortos bramidos, cuando escucha
A su cachorro herido a la distancia.

X

Sólo el indio lo hubiera percibido.
Ha sonado a su espalda
Un vagido a lo lejos, a lo lejos,
En el bosque de ceibos y de talas.
Se parece al quejido del venado
Cuando a su madre llama
Escondido en los verdes matorrales
Al percibir el vuelo de las águilas.
Es el débil gemido que la niña
Al verse sola lanza.
Tabaré llega, y jadeante y mudo
Se detiene a su lado sin mirarla.
Un pánico de muerte, se apodera
De su ser; sienta a Blanca
Moverse entre las breñas, como el cisne
Que, se revuelve herido en la hojarasca,
Y alguien diría que algo pavoroso
Al salvaje anonada.
Un soplo helado por sus venas corre
Y en sus pupilas la visión apaga.
Parece que la mano de la muerte
A su rostro se agarra,
Y la ardorosa piel de su cabeza
Con lento esfuerzo de su cráneo arranca.
Tabaré tiembla: siente que a su lado
La española se arrastra;
Percibe en las rodillas el contacto
De sus manos heladas,
El roce de su aliento,
La humedad de sus lágrimas,
Y oye, por fin, su voz, su voz no hay duda.
Que allí como un ensueño se levanta.
Parece que al acento de la niña,
Todo ruido se apaga,
En el alma del indio; el mundo todo
Sólo una voz para el salvaje exhala.
Jamás la fiera dominó a su presa,
Como la virgen pálida
Al hijo del desierto que, temblando,
Sobrecogido escucha sus palabras.

XI

¡Eres tú, Tabaré! ¿Por qué me hieres?
¿Por qué así me maltratas?
Yo nunca te hice mal; yo no quería
Que tú de nuestro hogar te separaras.
¿Qué me quieres, charrúa? ¿En mí vengarte
Querrás de las ofensas de mi raza?
No me hagas mal perdóname;
Yo no te odié jamás... ¿Por qué me odiabas?
Perdóname, por Dios; por la memoria
De aquella madre blanca
Que está en el cielo, y desde allí te mira,
Y en el mundo tus pasos acompaña.
Si no han muerto, me lloran mis hermanos;
¡Oh! Llévame a su lado, que me llaman.
Enséñame el camino:
Yo sola iré; las fuerzas no me faltan.
Aunque ves que desnudas y con sangre
Se resisten mis plantas
A sostener mi cuerpo, no lo creas,
Aun puedo caminar una jornada.
Dime sólo, por Dios, cuál es la senda
Que conduce a la playa...
¿No me contestas? Tabaré, ¿qué tienes?
¿Qué haces ahí? ¿No me oyes? ¿Me amenazas?
¡Ah! Me infundes terror. ¿Por qué así tiemblas?
¿Te ofenden mis palabras?
Yo me iré sola sí piadoso y bueno
La senda de mi hogar tú me señalas.
¿O han muerto todos? Dímelo, ¿qué hiciste?
Mataste a mi Gonzalo en la batalla?
Sola, sola en el mundo
Yo tengo que morir abandonada!
Déjame entonces, Tabaré, que rece
La oración de la noche, pronto acaba;
Y moriré en silencio,
Si tengo que morir, si no te apiadas.

XII

El indio que, abrazado a un viejo tronco,
A la niña escuchaba,
Lanza un gemido prolongado, amargo
Como un llanto sin lágrimas.
Todas a una al reventar, sollozan
Las fibras de su alma;
Blanca atribuye a rabia aquel sollozo
Y un nuevo grito de terror exhala.
Al cielo la oración de la inocencia
Temblorosa levanta
Con las manos unidas, y los ojos
Llenos de luz, de sombras y de lágrimas,
Cual si quisiera aprovechar los breves
Instantes que le faltan,
Ahoga los sollozos, y de entre ellos
Brota en tropel la fórmula sagrada;
Las fórmulas que el indio en los albores
Escuchó en su infancia
De una mujer tan blanca como aquélla,
Que sus primeros sueños arrullaba.
¡Morir tú! grita el indio... Por el bosque
El sueño negro pasa,
Ha brotado en la sombra, y va cruzando,
Y el ñapindá sacude con las alas.
Ha golpeado la frente del charrúa
Con sus manos heladas...
¿,Dónde está? ¿Quién en medio de la selva,
Con esa voz de mis ensueños ancla?
¡Morir! ¡La virgen del ensueño dulce!
¿Quién llegará a tocarla?
El indio entre sus brazos ahogaría,
Al negro yacaré de las barrancas;
Arrancará a los fuegos de las nubes
Sus encendidas alas
Y mojará con sangre de su cuerpo
El astro de las lomas solitarias.
¡Tú morir! Cuando el indio con sus manos
vuelque todas las aguas
Del Hum y el Uruguay, y allí derrame
Toda la sangre de su oscura raza;
Cuando en sus dientes Tabaré el charrúa
Destroce las escamas
Del yacaré, y al tigre con los dedos
Arranque palpitante las entrañas,
Aun entonces la virgen de los sueños
Se moverá gallarda;
Todas las flores se abrirán para ella,
Y cantarán por ella las calandrias.
¿Quién con la voz del sueño de mis noches,
Entre las breñas anda?
¡Quién vierte en las arterias del charrúa
El fuego que calienta las venganzas?

XIII

Blanca mira al salvaje que persigue
Invisibles fantasmas,
Mucho más de una vida se refleja
En su pupila azul iluminada. .
La extrema palidez que por sus miembros
Convulsos se derrama,
Hace de él una sombra transparente,
Forma sin cuerpo, evocación fantástica.

XIV

En la mente del indio se disipan
Las visiones, y clava
Con dulce intensidad en la española
Sus pupilas ardientes y cansadas.
Sus ojos en los ojos de la niña
Largo rato descansan;
Una gota de llanto brota en ellos
Y brilla tristemente en sus pestañas,
Y su voz se transforma, y suena dulce
Como suenan las auras
En los bosques del Hum, cuando las sombras
Que durmieron en él se desparraman.
¿Por qué la virgen hiere con los labios
Al indio Tabaré,
Que ha contado las horas de sus noches
Todas negras correr?
¡No eres el sueño! ¿Sientes en las venas
La vida corno yo?
¡Ah! ¿No eres sombra de la noche oscura
Que vive en mi dolor?
Ven, el charrúa posará sus labios
Donde poses el pie;
Vamos con tus hermanos. A las sombras,
Yo volveré después.
No se abrirá dos veces con la aurora.
La flor del guabiyú;
No mojarán dos lunas en el río
Su temblorosa luz.
Y ya el charrúa el sueño que no acaba
Comenzará a dormir.
Pues siente ya en sus huesos mucho frío
El frío de morir!
¿Oyes el canto? Ya anda entre las ramas
Con su canto el urú:
El pájaro que anuncia las auroras
Y llora por la luz.
¿No lo sientes? Es triste corno el indio,
Dulce como el sabía. . .
No Meras, virgen, al salvaje enfermo
Que la noche sin lunas va a cruzar.
La noche sin auroras y sin cantos,
Donde corren sin fin
Las almas perseguidas, que aspiraron
La flor del curupí.
Sólo una vida tiene una tan solo
El indio para ti;
Tú no dirás su nombre dulcemente.
Él volverá a morir,
Allá en el bosque donde el astro hermoso
Nunca se ve asomar,
Donde vuelan los pájaros obscuros
Que no duermen jamás;
Donde duerme la madre del charrúa
Tan blanca como tú;
Donde los fuegos de su hogar primero
Brillaron con su luz.
Nadie dirá con llanto de ternura:
¡Ah muerto Tabaré!
Nadie verá los huesos con tristeza,
De mi cuerpo que fue;
Mas la ligera madre del venado
Herido en el chircal,
Sobre los huesos del cacique muerto
Por el venado herido balará.
Vamos con tus hermanos. A su selva
El indio volverá.
Su raza ha muerto; se apagaron todos
Los fuegos de su hogar.
Ya siento el sueño negro que no acaba
En mis huesos correr;
Vamos hasta el hogar de tus hermanos;
Allí te dejaré.
Tú quedarás corno té vio en los sueños
El indio "Tabaré".
Que va a cruzar entre los negros toldos
Para nunca volver:
Pura como, las aguas transparentes
Que duermen en el Hum
Cuando en los aires enmudece el viento
Del Paraná-guazú.
Vamos con tus hermanos no me hieras,
El indio no te odió;
Tú lo has seguido siempre, derramando
En sus venas dolor;
Tú te has llevado el sueño de sus noches
Y el fuego de su hogar,
Las alas de sus flechas y la fuerza
De su arco de Urunday.
Vamos con tus hermanos. A su bosque
El indio volverá
A morir con su raza y con los fuegos
De su salvaje hogar.
La voz del indio suena dulcemente,
Como suenan las auras
En los bosques del Hum, cuando las sombras
Que durmieron en él se desparraman.
Blanca lo escucha corno se oye el ego
De canción olvidada,
Que en ráfagas acude a la memoria
Sin que la voz consiga formularla.
Pende en los labios de la absorta niña
La tímida palabra
De la truncada oración, y mira y sigue
Al indio con atónita mirada.
En sus ojos azules ha creído
Ver algo que esperaba,
Algo corno las estrellas de las tardes
Que en las riberas alumbró sus lágrimas;
Punto de luz en que miraba acaso
Aquella madre blanca
Que se acostó a morir bajo los ceibos
Y en el dolor de su hijo despertaba.
La niña vio la luz en el abismo;
Y alguien que habló en su alma:
“Esa es, le dijo, tu soñada lumbre,
Pero ese abismo sólo Dios lo salva".
Todo lo comprendió, y amó al salvaje
Como las tumbas aman;
Como se aman dos fuegos de un sepulcro
Al confundirse en una sola llama;
Como de dos deseos imposibles
Se aman las esperanzas,
Cual se ama, desde el borde del abismo,
Al vértigo que vive en sus entrañas.





CANTO QUINTO

I



¿Quién es ese indio pálido que cruza
Las lomas solitarias,
Y atraviesa el chircal y los, bañados,
Y una virgen conduce a sus espaldas?
Camina vacilante como un ebrio;
En convulsiones rápidas
Se sacuden sus miembros, y en sus brazos
Oscila a veces la preciosa carga.
Es el indio impasible, el extranjero,
El salvaje con lágrimas,
La última gota de una sangre fría
Que aun no ha bebido la sedienta pampa.

II

El sol ha recorrido
La mitad de su marcha,
Y los viajeros sin cesar caminan
Al través de las lomas solitarias.
Oyen por todas partes
La metálica voz de la chicharra,
y al mangangá que zumba dando vueltas
Y al camoatí que hierve entre las ramas.
El trémulo volido
De la perdiz lejana,
Y, en el quebracho, el golpe vigoroso
Del carpintero, leñador con alas.
El aire está poblado
De susurros que pasan;
Como en un velo de cristal envuelto
El campo brilla entre aureolas diáfanas.
Con intervalos breves,
Del arbusto en las ramas,
Su cantarcillo igual lanza el chingolo,
Prolongando la nota con que acaba.
Y se oye repetida
A diversas distancias,
La misma melodía quejumbrosa
Que va, viene, contesta, ruego o llama.
El zorro entre las chircas
Su larga cola arrastra,
Huyendo a saltos y volviendo a veces
El puntiagudo hocico entre las zarzas;
La pesada cabeza
Inclina el cardo seco; de su blanda
Plumazón se desprenden las semillas
Como enjambre de estrellas apagadas,
Que vuelan en flotantes remolinos
O en el suelo se arrastran;
Se detienen, y emprenden nuevamente
Su camino sin rumbo, atolondradas.
Y, con Blanca en los brazos,
El indio no descansa,
Camina lento, sin cesar camina
Dejando atrás las lomas solitarias.

III

Cruzan los bañados
Cubiertos de espadañas
Sobre las cuales desarrolla al aire
Su penacho gentil la paja brava;
Allí los mirasoles
Abren sus verdes alas,
Y lanzan estridentes alaridos
Los pesados chajás en las barrancas.
Tiemblan los amarillos pajonales,
Y brillan las tacuaras,
Y, entre los cardos secos y caídos,
Cruzan la lagartija y las iguanas.
Quejidos de palomas invisibles,
Y voces de calandrias.,
Y notas como golpes sonorosos
De los dormidos sauces se desgranan,
Y pueblan el silencio de los aires
Mezclados con las ráfagas
De aromas puros, hálito del campo,
Y de perdidas flores ignoradas.
A grave paso y lento, la cigüeña
Recorre las cañadas,
O rozando los juncos alzarse
Los abanica con sus alas blancas,
Y, volando a compás firme y solemne,
Tranquila se adelanta,
Y se aleja y sé -aleja hasta perderse
Diluida en el aire y la distancia.
En las aguas inmóviles
Se reflejan las garzas,
Que dormitan o cruzan cadenciosas,
Como formas de espuma, entre las cañas;
Los insectos se cuelgan
En sus hilos de plata,
O trepan por sus redes que parecen
Hebras de sol o cristalinas arpas;
Y con Blanca en los brazos
Sigue el indio su marcha
Despertando a su paso en la maleza
Los venados, que huyendo se levantan,
Y en la lejana cumbre de la loma
A mirarlo se paran,
Proyectando en el cielo la silueta
Del cuerpo esbelto y enramadas astas.

IV

Y los viajeros siguen.
Y sobre ellos las águilas
En inmensos balances se remontan
Del trasparente espacio soberanas.
Gritan los teru-teros,
Cuyas alas armadas
Zumban en vuelo sesgo y atrevido
Que el aire en todas direcciones rasga.
O corren por el suelo
Y huyendo se agazapan,
Abandonando el nido silenciosos
Para gritar después a la distancia.
Brillan entre las flores
La pequeña coraza
Y la armadura azul y el yelmo de oro
Del picaflor, armado por las auras,
Para librar temblando
Sus rápidas batallas
Contra los genios que invisibles flotan,
Y los ovarios de las flores guardan.
Y todo para el indio
Luce, resuena y pasa,
Como adioses confusos y postreros
Que se van para siempre y que se abrazan.
Él sigue, sigue siempre
Con Blanca en las espaldas;
Nada escucha; su cuerpo ya no tiembla
Ya las heridas de sus pies no sangran.
No ha salido del labio del charrúa
Ni una sola palabra;
El movimiento de su paso es dulce
Como el balance de una cuna, Blanca
Sobre el brazo, en el hombro del salvaje,
La cabeza descansa;
Las horas cierran sus hinchados párpados;
La virgen duerme... Por sus labios pasa
El aliento a compás, y en ellos deja
Una sonrisa amarga,
Lejana transparencia de un ensueño
Que se mueve en el fondo de su alma.

V

Se ha detenido Tabaré de un sauce.
Bajo las ramas trémulas;
Está inmóvil, absorto; para el indio
La dulce niña aniquiló la tierra.
Sólo siente en su oído acompasada
La tibia intermitencia
Del aliento de Blanca que, dormida,
Sobre un hombro descanse la cabeza.
Percibe sus latidos melodiosos
Que el pecho le golpean,
Como el ritmo de un canto sin sonidos
Que sin tocar su cuerpo a su alma llega.
El indio no se mueve; como en éxtasis
En sus brazos conserva
A la virgen que duerme, como el ave
Duerme en el nido que en la rama cuelga.

VI

Se acerca el sol a la última colina
Y Blanca no despierta;
Duerme tranquila. Su jornada el indio
De nuevo emprende cuidadosa y lenta.
Su pie desnudo, por guardar silencio,
Esquiva la hoja seca;
Su mano, sin esfuerzo, suavemente
Separa la silvestre enredadera;
Del lugar en que anida el teru-tero
Con cuidado se aleja,
Por evitar sus gritos que de Blanca
El dulce sueño interrumpir pudieran.
Y sigue, y sigue, y cruza, una tras otras
Las colinas desiertas;
Se pierde en el cardal de las cañadas,
Y aparece de nuevo allá en la cuesta.

VII

¿Lo veis allá en la loma? El viento fresco
De la tarde que llega
Despierta a la española que, en su torno,
Derrama la mirada con sorpresa.
¿Cómo pudo dormir? Un raro ensueño,
Que casi no recuerda,
Acaba de volar dejando en su alma,
Como el calor del pájaro que vuela.
Queda en el nido, un rastro de algo triste
Que a precisar no acierta;
Algo como un acorde, cuyas notas
Siguen vibrando aún, pero dispersas.
Blanca mira al charrúa. Con el dedo
Este a la virgen muestra
Una columna de humo que a lo lejos,
Sobre la masa de árboles se eleva.
¡El Uruguay!
¡San Salvador!
La niña
Una mirada intensa La niña
Ha clavado en los ojos del charrúa
Azules y tristísimos. La estrella
Brillaba en ellos, pálida, lejana,
Agonizante y trémula,
La estrella solitaria de las tardes
Que las colinas últimas pasea.
El indio miró a Blanca, y sobre el pecho
Inclinó la cabeza;
Su mirada era fría y extenuada
Cual la última que envía entre las breñas.
El inerte venado que allí muere
Sin lanzar una queja,
Lamiéndose la herida dolorosa
Y ya sin sangre en su costado abierta.
La niña, sobre el hombro del charrúa,
Y entre las manos yertas,
Ocultó el rostro, cual si hubiera oído
Una angustiosa inesperada nueva;
Algo como el anuncio de la muerte
Que ya tarde nos llega
De alguien que al expirar nos ha llamado
Y que oímos tal vez sin darnos cuenta.
¿Qué ha visto Blanca al despertar, y hallarse
Con la mirada aquella?
¿Por qué rompió de pronto en un sollozo
Y en un llanto de lágrimas acerbas?
Lloraba a gritos con el rostro hundido
Entre las manos gélidas,
Y al través de sus lágrimas miraba,
Levantando un momento la cabeza,
Al indio en cuyos brazos se veía,
A la corriente inmensa
Del Uruguay, y a la columna de humo
Que se elevaba transparente y lenta.

VIII

Tabaré oyó de Blanca los sollozos
Con muda indiferencia:
Impasible, perdida, sin posarse
Entre los aires su mirada muerta.
Estaba en pie, pero insensible, frío,
Frío como la tierra;
Parecía extenuado; más de pronto,
Como empujado por ajena fuerza,
Su cuerpo helado descendió la loma
Con la española a cuestas,
Cuyos largos sollozos resonaban
En la salvaje soledad desierta.
Y el grupo aquel, atravesando el llano
En siniestra carrera,
Corro la sombra que en el suelo cruza
De oscura nube que los vientos llevan,
Se hundió en la sombra del cercano bosque,
Cuyos talas y ceibas
Parecieron cerrarse tras el paso
Del indio y la española. Tal se cierran
Las aguas o el sepulcro. en cuyo seno
Se hunden o se despeñan
La flor que se desprende de su rama,
Y el hombre que resbala de la tierra.





CANTO SEXTO

I



El sol va descendiendo lentamente,
Y sus rayos oblicuos,
Como ligeros seres embozados
En diáfanos cendales amarillos.
Van y vienen, flotando entre los árboles,
Se bañan en el río,
Se arrastran por el campo o, escondiendo
El rastro de su vuelo fugitivo,
Van a posarse en el ombú lejano,
A cuyo lado mismo
El Urunday, envuelto en los vapores
Duerme a la sombra el sueño vespertino.
En la nube de bordes inflamados,
De su agrandado disco
El sol oculta una mitad la otra
Alumbra el campo con su triste brillo.
Al desprenderse entero de las nubes,
Desciende como el ígneo
Escudo de batalla de un arcángel
Que cruza lentamente lo infinito,
Dejando tras de sí, Por los espacios,
Sobre un campo rojizo,
Trozos inmensos de armaduras de oro
Y jirones de púrpura encendidos.
Los rumores del valle se evaporan;
Los vientos han huido
A echarse fatigados en las islas
Donde, a Poco volar, duermen tranquilos.

II

Solo sobre una loma, separado
Del bosque de espinillos,
Está un ombú de los que allí parecen
Para medir la soledad nacidos.
En el tronco del árbol apoyado,
De pie, mudo y sombrío,
Los brazos sobre el pomo del montante,
Y con los ojos en el suelo fijos,
Don Gonzalo de Orgaz, que todo el bosque
En vano ha recorrido,
Y ha transpuesto las lomas y barrancas
Sin hallar de su hermana ni un vestigio;
Que recién apagadas las hogueras
Del bosque vio, junto al cadáver frío
Del indio viejo, cual si viera el lecho
Que el tigre acaba de dejar, aun tibio;
Con la noche en el alma y en la frente,
Comprime de su espíritu
La tempestad siniestra, que se arrastra
De su ira y su dolor en el abismo.
Algunos hombres de armas lo rodean
Mudos y pensativos
También el Padre Esteban: en sus labios
Asoma y se detiene en su camino
Una frase de amor no articulada,
Que al fin se desvanece en un suspiro;
Todos callan; debajo de la cota
Del capitán se escuchan los latidos.

III

Los soldados comprenden
La pasión de Gonzalo en su silencio.
El que reina en el mar cuando las nubes
Anuncian tempestad, no es más siniestro.
Hay chispas comprimidas del hidalgo
En los ojos inmóviles y negros:
Tiene su pecho el palpitar de la onda
Próxima a reventar; hay en sus nervios
Una tensión violenta,
Que sacude su cuerpo por intervalos
Con un espasmo rápido que cruza
Por sus rígidos miembros.

IV

¿Quién osará romper con su palabra
Aquel mutismo terco
Del hermano de Blanca, sin que estalle
La tempestad latente de su pecho?
Miran todos al monje sólo él sabe
Del alma los secretos;
El vio nacer al capitán; él solo
Supo calmar sus ímpetus violentos.
-Gonzalo, amigo, escúchame,
Dijo por fin el vicio misionero;
¿Por qué entregarte a ese dolor sombrío?
Aun no es de noche... al bosque volveremos.
Volveremos, y acaso...
¿Por qué desesperar? Acaso el cielo,
Mi buen Gonzalo a tu dolor reserva
Y a tu congoja, lo que humano intento
No alcanza a vislumbrar, próvido amparo
Y benigno amparo
Al dolor sobrevive y a la muerte
La esperanza que a Dios pide su aliento.
Pon la tuya en tu Dios. amigo mío,
Sólo él es grande y bueno.
Oye, Gonzalo... vuelve en ti... confía,
No encones tu dolor, yo te lo ruego...
La ira de Gonzalo,
Cual si saliera de un sopor interno,
Estalló, como el rayo cuando siente,
Desde su nube la atracción del suelo.
Sus atónitos ojos
Por el campo vagaron un momento
Hasta que al fin una mirada ardiente
Subió ¿el alma hasta apoyarse en ellos,
Y saltar sobre el monje
Y en él clavarse con el fuego intenso
Que templaba los nervios del hidalgo
Para que en ellos estallase el vértigo.
-¡Vos! gritó amenazante,
Al monje devorando con el gesto,
¡Vos me venís a hablar de una esperanza
Que sólo vos matasteis en mi pecho!
Vos que, con arte indigna,
Me indujisteis al mal con vuestros ruegos,
Me mostrasteis hermanos en los indios,
E hijos de Dios en ese infame pueblo.
¡Y que aun en Dios confíe!
¡Y a mí me lo decís, ira del cielo!
¡A mí, que lloro al ángel de mi vida
Perdido por seguir vuestros consejos!
¡Qué! ¿Creéis que mi hermana,
De mi padre el legado postrimero
Pasto de la pasión de vuestros indios
Ha de quedar en extranjero suelo?
¡Oh! Yo os juro que antes
Que tal suceda, escucharé en silencio
Que llamen a mi madre prostituta,
Bastardo a mí, y a mi blasón plebeyo.
¿No sabéis que mi Blanca
Lleva en las venas ésta que yo llevo,
Sangre de Orgaz, que agravio no tolera
Ni sobrevive al deshonor? Sabedlo,
Y, volvedme mi hermana!
Oh, me la volveréis, ¡voto al infierno!
¿No decís que aun es tiempo de ir al bosque?
¿Pues cómo aquí os halláis? ¿Cómo aquí os veo?
¿Qué hacéis? Id a la selva
A buscar vuestros indios, sólo enfermos,
Vuestros hijos de Dios desheredados...
Buscadme aquel salvaje prisionero,
A quien por vos tan sólo
Por vuestros ruegos abrigué en mi seno
Id al bosque, ¿qué hacéis? Oh!, por la sombra
Sagrada de, mi madre, yo os prometo
Que ese sayal que os cubre
No embotará la punta de mi acero.
¡Hablad! ¡Dadme mi hermana, Padre Esteban!
Dádmela! ¿Dónde está? ¿Qué la habéis hecho?

V

El anciano callaba;
miraba a Don Gonzalo por momentos,
Y tornaba a doblar mudo la frente,
En serena actitud permaneciendo.
Callaban los soldados,
Mientras Gonzalo, tembloroso y ciego,
Buscaba en vano en el humilde fraile
Provocación o enojo cuando menos.
¡Damián! ¡Garcés! ¡Ramiro!
Gritó por fin, pues lo que yo le ordeno
No obedece de grado, por la fuerza
Llevadlo al bosque retornad... ¿Qué es esto?
¡Qué! ¿No me obedecéis? ¿También vosotros
Contra mi os conjuráis? Damián, ¿tú entre ellos?
¡Bajáis las frentes! ¿Cómplices acaso,
Traidores todos sois? ¿También sois reos?

VI

Los soldados vacilan
En dar a aquella orden cumplimiento;
Se miran entre sí y esquivan todos
Ser designados por el mandato expreso.
El furor del hidalgo
Toma creces al verlos,
Las metálicas piezas de sus armas
Crujen con sus nerviosos movimientos;
Sobre el callado anciano
Va a lanzarse frenético,
Pero los hombres de armas se interponen
Todos a una, en ademán resuelto.

VII

¡Capitán! gritó uno,
¡Cuidad de no tocarle, por el Cielo!
¡No le toquéis! clamaron los soldados,
Por vuestra vida, capitán, teneos!
¡Ah, turba miserable!
El hidalgo gritó retrocediendo;
¿Me amenazáis, ralea de villanos,
Gente soez de corazón de cieno?
¡Me amenazáis, cobardes!
Yo os mostraré cómo se aplasta el cuello
A la víbora inmunda que se arrastra
Para morder la planta a un caballero.

VIII

Los soldados esperan
Con la espada desnuda, y con resuelto
Y ya duro ademán, el de Gonzalo
Temido ataque, que el hidalgo es fiero.
En su mano la espada
Se veía temblar, cual sí en el hierro
Continuase la vida y lo animara
Del corazón y el brazo del guerrero.
El primer rudo golpe
Ha sonado de hierro contra el hierro;
Gonzalo apoya la nervuda espalda
En el tronco del árbol, y de nuevo
Alza el amado brazo;
Se adelanta el anciano a detenerlo,
Cuando clama una voz:
-¡Un indio!
-Por entre el bosque
-¡El indio!
-¡Por el bosque, Vedlo!
¡Dónde! grita Gonzalo,
Los encendidos ojos revolviendo,
-¡Atraviesa aquel llano!
-¡Llega al soto!
¿Lo veis? ¡Es él!...
-¡Es Blanca, vive el Cielo!

IX

Por allá entre los árboles
Apareció un momento
Tabaré conduciendo a la española,
Y en la espesura se internó de nuevo.
De Blanca se escuchaban
Los débiles lamentos;
Aun vierte sobre el hombro del charrúa
El llanto aquel que reventó en su pecho.
El indio va callado,
Sigue, sigue corriendo,
Siempre empujando por la fuerza aquella
Que sacudió sus ateridos miembros.
Va insensible, agobiado,
Y en dirección al pueblo,
Siempre dejando de su sangre fría
Las gotas que aun lo quedan, en el suelo,
Grito de rabia y júbilo
Lanzó Gonzalo al verlo.
Y, como empuja el arco a la saeta,
De su ciega pasión lo empujó el vértigo.
Los ruidos de su arnés y de sus armas
Al chocar con los árboles se oyeron
Internarse saltando entre las breñas,
Y despertando los dormidos ecos.
Han seguido al hidalgo
El monje y los soldados. Allá adentro
Se va apagando el ruido de sus pasos;
El aire está y los árboles suspensos...
Un grito sofocado
Resuena a poco tiempo;
Tras él, clamores de dolor y angustia
Turban del bosque el funeral silencio...

X

Cayó la flor al río!
Los temblorosos círculos concéntricos
Balancearon los verdes camalotes
Y entre los brazos del juncal murieron.
Las grietas del sepulcro
Engendraron un lirio amarillento.
Tuvo el perfume de la flor caída,
Su misma extrema palidez... ¡Han muerto!
Así el himno cantaban
Los desmayados ecos;
Así lloraba el urutí en las ceibas,
Y se quejaba en el sauzal el viento.

XI

Cuando al fondo del soto
El anciano llegó con los guerreros,
Tabaré, con el pecho atravesado,
Yacía inmóvil en su sangre envuelto.
La espada del hidalgo
Goteaba sangre que regaba el suelo;
Blanca lanzaba clamorosos gritos...
Tabaré no se oía... del aliento
De su vida quedaba
Un estertor apenas, que sus miembros
Extendidos en tierra recogía
Y que en breve cesó... Pálido, trémulo,
Inmóvil don Gonzalo,
Que aun oprimía el sanguinoso acero,
Miraba a Blanca que, poblando el aire
De gritos de dolor, contra su seno.
Estrechaba al charrúa
Que dulce la miró, pero de nuevo
Tristemente cerró, para no abrirlos,
Los apagados ojos en silencio.
El indio oyó su nombre,
Al derrumbarse en el instante eterno
Blanca desde la tierra lo llamaba,
Lo llamaba por fin, pero de lejos.
Ya Tabaré a los hombres
Ese postrer ensueño
No contará jamás... Está callado,
Callado para siempre, como el tiempo.
Como su raza,
Como el desierto,
Como la tumba que el muerto ha abandonado.
¡Boca sin lengua, eternidad sin cielo!

XII

Ahogada por las sombras,
La tarde va a morir. Vagos lamentos
Vienen de los lejanos horizontes
A estrecharse en el aire entre los ceibos.
Espíritus errantes e invisibles,
Desde los cuatro vientos,
Desde el mar y las sierras han venido
Con la suprema queja del desierto:
Con la voz de los llanos y corrientes,
De los bosques inmensos.
De las dulces colinas uruguayas
En que una raza dispersó sus huesos;
Voz de un mundo vacío que resuena;
Raro acorde, compuesto
De lejanos cantares o tumultos,
De alaridos y lágrimas y ruegos.
El sol entre los árboles
Ha dejado su adiós más lastimero,
Triste como la última mirada
De una virgen que muere sonriendo.
Cuelgan entre los árboles del bosque
Largos crespones negros;
Cuelgan entre los árboles las sombras
Que como aves informes van cayendo.
Cuelgan entre los árboles del bosque
Tules amarillentos;
Cuelgan entre los árboles los últimos
Lampos de luz como sudarios trémulos.
La luz y las tinieblas en los aires
Batallan un momento;
Extraña y negra forma cobra el bosque...
La noche sin aurora está en su seno,
Y cual se oyen gotear tras de la lluvia,
Después que cesa el viento,
Las empapadas ramas de los árboles,
O los mojados techos,
Brotan del bosque en que el callado grupo
Está en la densa oscuridad envuelto,
Ya un metálico golpe en la armadura
Del capitán o de un arcabucero;
Ya un, sollozo de Blanca, aun abrazada
De Tabaré con el inmóvil cuerpo,
O una palabra trémula y solemne
De la oración del monje por los muertos.







Juan Zorrilla de San Martín

TU Y YO

Perfume de una flor que, al desprenderse,
ni una hoja de sus pétalos lastima;
tibio efluvio de luna de verano
que en el disco plateado se destila;
calor de una mirada de ternura
que atraviesa inocente unas pupilas;
roce de un alma que, buscando otra alma,
en sí misma sin ruido se desliza:

ese es tu aliento

cuando suspiras

Lágrima que oscilando sobre el alma,
se evapora al color del dolor mío;
rumor de oleaje que, en desierta orilla,
rueda mugiendo entre escarpados riscos;
ave que huye y, al volar llorando,
quiebra la rama en que dejó a sus hijos;
nota que, al desprenderse de una cuerda
deja al pobre laúd, temblando, herido:

eso, tan triste,

son mis suspiros.







Juan Zorrilla de San Martín


ODIO Y AMOR

El alma anhela amor: ley es del cielo;
y anhela aborrecer: ley de la tierra...
Odio y amor, indefinible anhelo,
que, del hombre infeliz, la historia encierra.
Infeliz yo no soy, mas que un desvelo,
una ilusión mi bienestar destierra.
¿Amaré a mi verdugo? Tengo miedo...
Odiar a mi ilusión... ¡Ah! no, no puedo!

Y ella acibara sin piedad mí vida;
es parte de mí ser que lo destroza;
gime el alma en sus brazos abatida
y sufre en el gozar: sufriendo goza.
No puedo amar esa ilusión mentida,
si la abandono, el corazón solloza;
ilusión: sufriré tu amor funesto;
más sabe que, al amarte, te detesto.




Reseña biográfica

Nacido en el año 1855, Juan Zorrilla de San Martín asistió a varios colegios jesuíticos en Hispanoamérica (Santiago, Santa Fe y Montevideo).
En su primer libro de poesías, "Notas de un himno" (1876), se deja notar claramente la influencia del poeta posromántico español Gustavo Adolfo Bécquer.
Este libro, típico de su tiempo, refleja la tristeza y el patriotismo que imbuían al poeta, y le sirve para establecer el tono que va a tomar toda su obra posterior.

Desempeñó varios cargos diplomáticos, incluyendo el de ministro de asuntos exteriores en Francia, Portugal, España y el Vaticano.
En 1878 publica, en el periódico católico El bien, su famosa "La leyenda patria" que le acarreará una indudable fama que le seguiría y culminaría hasta llegar a Tabaré (1886), su obra cumbre.

Juan Zorrilla de San Martín fue conocido principalmente, por su largo poema épico, Tabaré.
El poema consta de seis Cantos y describe los trágicos amores entre una joven española y un joven mestizo charrúa.

Muere en el año 1931













(ver mas poetas)




(volver a inicio)




Visitas

free counters

Seguidores