Giacomo Leopardi





Giacomo Taldegardo Francesco di Sales Saverio Pietro Leopardi

Poeta, filósofo, filólogo, erudito



Recanati, Macerata - Italia
29/06/1978 - 14/06/1837





CANTO I: A ITALIA




¡Italia mía! Miro muros, arcos,
Columnas, simulacros, las caídas
Torres de nuestros padres;
Más no encuentro la gloria,
Ni el hierro y los laureles que abrumaban
A nuestros ascendientes. Hoy, inerme
El seno muestras y la sien desnuda;
¡Cielos! ¡Cuántas heridas!
¡Qué mortal lividez! Oh, cual te veo,
¡Bellísima mujer!, al cielo digo
Y al mundo: ¿quién la puso
En tal miseria? Y por mayor afrenta
Duras cadenas cíñenle los brazos.
Así, suelto el cabello, el velo roto
Yace en tierra doliente y olvidada,
Y la faz escondida
En el regazo, llora.
¡Llora, Italia infeliz!, justo es que llores,
Tú, que a todos venciste
En las dichas al par que en los dolores.

Si dos fuentes vertieran tus pupilas,
Nunca pudiera el llanto
Igualarse a tu mal y a tu vergüenza:
Que de señora descendiste a esclava.
¿Quién recuerda tu historia
Que, contemplando tu esplendor pasado,
No diga: su grandeza ya no existe?
¿Por qué?, ¿por qué?, ¿dó están la antigua fuerza,
Las armas, el valor y la constancia?
¿Quién te robó tu acero?
¿Quién te entregó?, ¿qué dolo, qué artificio,
O qué poder tan grande
Te arrancaron el manto y la diadema?
¿Cómo caíste y cuándo
De tanta altura a tan profundo abismo?
¿Nadie lidia por ti? ¿No te defiende
Hijo ninguno? ¡Al arma!, ¡al arma!, solo
Entraré en lucha, rendiré la vida
Y que mi sangre sea
Fuego a nuestra nación adormecida.

¿Dó tus hijos están? Oigo son de armas,
Y de carros, y voces, y timbales;
En extrañas regiones
Luchan tus descendientes.
Escucha, Italia, escucha. ¿No divisas
Un fluctuar de infantes y caballos,
Y polvo y humo, y fulgurar de aceros,
Cual rayo entre las sombras?
¿No te animas?, ¿las trémulas miradas
Por qué no fijas en la incierta lucha?
¿Por quién, allá, combate
La ítala juventud? ¡Númenes sacros!
¡Sirven a otra nación nuestros aceros!
¡Mísero el hombre que rindió la vida
No por el patrio nido y por la amada
Esposa e hijos caros,
Mas por extraña gente,
Y que morir no puede, balbuciendo:
¡Alma tierra natía!
¡Tú me diste el vivir: yo te lo ofrendo!

Venturosa la edad en que corrían
A morir por la patria
Los animosos pueblos en legiones,
¡Y tu siempre glorioso y venerando,
Oh tesálico estrecho,
Do la Persia y el Hado menos fuertes
Fueron qué pocas almas generosas!

Fínjome que los troncos y las piedras
Y el mar y la montaña, al pasajero
Con indistintas voces
Aún narran cómo la legión invicta
Cubrió el lugar sangriento
De cuerpos a la Grecia consagrados,
Feroz y vil entonces
Jerjes cruzaba el Helesponto en fuga,
Ludibrio a nuestros nietos más lejanos,
En la cima de Antela, do muriendo
Burló a la muerte la legión divina,
Simónides se alzaba
Mirando el cielo, el campo y la marina.

Y bañado de lágrimas el rostro,
Ansioso el pecho, el paso vacilante,
Empuñaba la lira:
"¡Oh felices vosotros
Que el pecho disteis a enemiga lanza,
En homenaje a la que os dio la vida!
Os honra Grecia y os admira el mundo.
En medio de los azares,
¿Qué amor movió las juveniles mentes
Y a temprano morir llevaros pudo?
¿Cómo tan dulce, oh hijos,
Os fue la hora final, que sonriendo
Fuisteis al trance lamentable y duro?
¡Dijérase que al baile y no a la muerte
Ibais vosotros, o a festín glorioso,
Y en cambio, os esperaban
El orco y la onda muerta!
Ni visteis a la esposa y al querido
Hijo, cuando en la playa
Sin un beso moristeis, ni un gemido.

"Mas no del Persa sin horrendo duelo,
E inacabable angustia:
Como león en medio de un rebaño,
La res asalta y le desgarra el lomo
Con la potente zarpa,
Y a otras los flancos y los muslos muerde,
Tal, en medio de los persas, se encendía
La rabia en los helenos corazones.
Mira en tierra caballo y caballero;
Obstáculo a la fuga
Los carros son y derribadas tiendas;
De los suyos al frente
Huye el tirano, desgreñado y mustio,
Y bañados y tintos
En la sangre del bárbaro los griegos,
Motivo al persa de infinito llanto,
Vencidos por sus llagas, desfallecen
Y uno sobre otro mueren. ¡Viva! ¡Viva!
¡Oh felices vosotros
Mientras la humanidad hable o escriba!

"Primero, de los cielos desprendidos,
Cayendo al mar, estallarán los astros
Que el amor y la gloria
Que conquistasteis, mengüen.
Vuestra tumba es un ara. Aquí la madre
Vendrá a mostrar al párvulo la hermosa
Huella de vuestra sangre. Yo, postrado
¡Héroes! sobre este suelo,
El césped beso y las desnudas rocas,
Que alabadas serán eternamente
Del uno al otro polo.
¡Ah! ¡Si yo aquí yaciera y si regado
Hubiera con mi sangre esta alma tierra!
Mas si mi suerte es otra y no permite
Que por la Grecia los murientes ojos,
Cierre en la lid cruenta,
Que a lo menos la intacta
Fama del vate que os cantó, perdure
Y el numen le conceda
Tanto durar cuanto la vuestra dure".





CANTO X: EL PRIMER AMOR




Vuelve a mi mente el día en que el combate
Sentí de amor por vez primera, y dije:
"¡Ay de mí, si es amor, cómo acongoja!"

Con los ojos clavados en la tierra,
Yo contemplaba a aquella que, inocente,
Mi corazón hizo vibrar primero.

¡Ay amor, y cuán mal me gobernaste!
¿Por qué tan dulce amor debió consigo
Llevar tanto dolor, tanto deseo,

Y ni sereno, ni íntegro y sencillo,
Más lleno de lamentos y de afanes,
Bajó a mi corazón tanto deleite?

Y dime, tierno corazón, ¿qué espanto,
Qué angustia era la tuya al pensamiento
Junto al cual era hastío todo goce?;

El pensamiento aquel, que, lisonjero,
Se te ofreció en la noche, cuando todo
Quieto en el hemisferio aparecía.

Tú, infeliz venturoso e intranquilo,
Me fatigabas el costado sobre
El lecho, fuertemente palpitando.

Y cuando triste, exhausto y afanoso,
Yo los ojos cerraba, delirante
Como por fiebre, el sueño no acudía.

¡Oh, qué viva surgía en las tinieblas
La imagen dulce, y los cerrados ojos
La contemplaban bajo de los párpados!

¡Qué latidos suavísimos sentía
Recorrerme los huesos, qué confusos,
Mudables pensamientos en el alma

Alzábanse, lo mismo que en las copas
De antigua selva el céfiro soplando
Arranca un largo y trémulo murmullo!

Mientras callaba, sin luchar, ¿qué hiciste,
¡Oh corazón!, cuando partía aquella
Por quien pensando y palpitando vivo?

Me sentía quemado lentamente
Por la llama de amor, cuando la brisa
Que la avivaba se extinguió de pronto.

El nuevo día me encontró sin sueño,
Y al corcel que debía dejarme solo
Piafar oía ante el paterno albergue.

Y yo, tímido, quieto e inexperto,
En el balcón oscuro, inútilmente
Aguzaba la vista y el oído

Esperando escuchar la voz que de unos
Labios debía salir por vez postrera;
Aquella voz que el cielo ¡ay!, me vedaba.

¡Cuántas veces el vacilante oído
Plebeya voz hirió, y heló mis venas
E hizo latir el corazón con fuerza!

Y cuando al corazón bajó el acento
De aquella voz amada, y se escucharon
De carros y caballos los rumores,

Me quedé ciego, me encogí en el lecho
Palpitando, y, cerrados ya los ojos,
Oprimí el corazón entre mi mano.

Luego, arrastrando las rodillas trémulas
Por la callada estancia, tontamente,
Decía: "¿Qué dolor puede ya herirme?"

Amarguísimo entonces, el recuerdo
Se me emplazó en el pecho, y se oprimía
A toda voz, ante cualquier semblante.

Largo dolor mi mente iba minando,
Cual lluvia que al caer del vasto Olimpo
Melancólicamente, el campo baña.

No sabía de ti, garzón de nueve
Y nueve soles, a llorar nacido,
Cuando en mí hiciste la primera prueba.

Y el placer desdeñando, no me era
Grato el reír de un astro, ni el silencio
De la aurora, ni el verdecer del prado.

También faltaba el ansia de la gloria
Del pecho, al que inflamar tanto solía,
Pues la borró el amor por la belleza.

Desatendí el estudio acostumbrado
Y lo creía vano, porque vano
Cualquier otro deseo imaginaba.

¿Cómo pude cambiar de tal manera
Y que un amor borrara otros amores?
En verdad, ¡ay de mí!, cuán vanos somos.

Mi corazón tan solo me placía,
Y de un perenne razonar esclavo
Espiaba el dolor que lo embargaba.

La vista fija en tierra o abstraída,
Insoportable me era ver un rostro
Fugitivo, ya fuese hermoso o feo,

Pues temía turbar la inmaculada,
Cándida imagen en mi mente fija,
Cual la onda del lago turba el aire.

Y aquel no haber gozado plenamente
-Que de arrepentimiento llena mi alma
Y el placer que pasó cambia en veneno-

En los huidos días, a mi mente
Estimula; que de vergüenza el duro
Freno mi corazón ya no sujeta.

Juro a los cielos y a las nobles almas
Que nunca un bajo anhelo entró en mi pecho,
Que ardí en un fuego inmaculado y puro.

Vive aquel fuego aún, vive el afecto,
Alienta en mi pensar la bella imagen
De quien, si no celestes, otros goces
Jamás tuve, y sólo ella satisface.





CANTO XII: EL INFINITO




Amé siempre esta colina,
Y el cerco que me impide ver
Más allá del horizonte.
Mirando a lo lejos los espacios ilimitados,
Los sobrehumanos silencios y su profunda quietud,
Me encuentro con mis pensamientos,
Y mi corazón no se asusta.
Escucho los silbidos del viento sobre los campos,
Y en medio del infinito silencio tanteo mi voz:
Me subyuga lo eterno, las estaciones muertas,
La realidad presente y todos sus sonidos.
Así, a través de esta inmensidad se ahoga mi pensamiento:
Y naufrago dulcemente en este mar.





CANTO XIV: A LA LUNA




Oh tú, graciosa luna, bien recuerdo
Que sobre esta colina, ahora hace un año,
Angustiado venía a contemplarte:
Y tú te alzabas sobre aquel boscaje
Como ahora, que todo lo iluminas.
Más trémulo y nublado por el llanto
Que asomaba a mis párpados, tu rostro
Se ofrecía a mis ojos, pues doliente
Era mi vida: y aún lo es, no cambia,
Oh mi luna querida. Y aún me alegra
El recordar y el renovar el tiempo
De mi dolor. ¡Oh, qué dichoso es
En la edad juvenil, cuando aún tan larga
Es la esperanza y breve la memoria,
El recordar las cosas ya pasadas,
Aún tristes, y aunque duren las fatigas!





CANTO XV: EL SUEÑO




Era el alba, y detrás de los postigos
por el balcón el sol insinuaba
la luz primera en mi cerrada alcoba;
cuando en el tiempo que es más leve el sueño
y más suave cubre las pupilas,
junto a mí vino, y me miró ala cara
el simulacro de la que primero
el amor me enseñó, y me dejó el llanto.
No parecía muerta, sino triste,
con semblante infeliz. Con la derecha
cogiendo mi cabeza y suspirando
"¿Vives –me dijo– y guardas de nosotros
algún recuerdo?" Respondí: "¿De dónde
y cómo vienes, oh belleza? ¡Ah cuánto,
cuánto pené por ti: yo no pensaba
que pudieras saberlo, y esto hacía
aún más desconsolado mi dolor.
¿Pero vas a dejarme una vez más?
Lo temo mucho. Di, ¿qué te ha ocurrido?
¿eres tú la de ayer? ¿y qué te aflige
eternamente?" "Ofusca la olvidanza
tu pensamiento, y lo confunde el sueño
-dijo-. Estoy muerta, y hace muchas lunas
me viste por postrera vez". Inmenso
dolor el pecho me oprimió al oírlo.
y prosiguió: "Morí en la flor del tiempo,
cuando la vida es más hermosa, y antes
que el corazón comprenda que son vanas
las esperanzas. El mortal enfermo
desea fácilmente a quien le libra
de afanes; mas la muerte sin consuelo
llega a la juventud, y es duro el hado
de la esperanza extinta bajo tierra.

Vano es saber lo que a los inexpertos
de la vida natura les esconde,
y al saber inmaduro en mucho gana
el dolor ciego." "Oh cara, oh sin ventura,
calla, calla -le dije- pues el pecho
tu voz me rompe. ¿Así pues, estás muerta,
oh mi dilecta; y yo estoy vivo? ¿el cielo
ordenó pues que aquel sudor extremo
este cuerpo tan tierno y tan querido
probar debiera, y para mí quedaran
enteros mis despojos? ¡Cuántas veces,
al pensar que no vives y que nunca
te volveré a encontrar en este mundo,
no lo puedo creer! Ay, ay ¿qué es esto
llamado muerte? ¡Si hoy por experiencia
lo supiese, e inerme la cabeza
sustrajera a los odios del destino!
Soy joven, mas se pierde y se consume
mi juventud igual que la vejez
que aún está lejos, pero que me espanta.
Pero de la vejez poco difiere
de mis años la flor." "Los dos nacimos
-dijo- para llorar; a nuestra vida
la dicha no rió; y se gozó el cielo
con nuestras penas." "Si de llanto el párpado
-añadí- y mi semblante emblanquecido
por tu partida ahora, y si de angustia
llevo el pecho cargado, di, ¿de amor
ascua alguna, o piedad alguna vez
hacia el mísero amante ardió en tu pecho
cuando vivías? Yo desesperando
y esperando pasaba día y noche
entonces; y hoy se cansa en vanas dudas
mi mente. Que si al menos una vez
dolor sentiste de mi negra vida
dímelo, te lo pido, y me socorra
el recordar, pues de futuro privan
a nuestros días”, y ella: "Oh desdichado,
consuélate. Yo de piedad avara
en vida no te fui, ni ahora lo soy,
mísera yo también. No tengas queja
de esta desgraciadísima muchacha."
"Por nuestra desventura, y el amor
que me oprime –exclamé– por el querido
nombre de juventud, y la perdida
esperanza, permíteme, oh amada,
que tu derecha toque." y con un gesto
triste y suave me la dio, y al tiempo
que de besos la cubro, y de afanosa
dulzura palpitando a mi anhelante
seno la aprieto, de sudor hervían
pecho y rostro, la voz se me cortaba,
y vacilaba el día ante mis ojos.
Cuando ella tiernamente su mirada
fijó en la mía, " ¿Olvidas, oh querido,
-dijo- que estoy desnuda de belleza?
y tú de amor en vano, oh desdichado,
tiemblas y ardes, y ahora, al fin, adiós.
Nuestros cuerpos y mentes se separan
eternamente. Para mí no vives
y nunca vivirás. Ya rompió el hado
tu fe jurada." Entonces con angustia
yendo a llorar, y delirando, henchidas
las pupilas de llanto sin consuelo,
dejé el sueño. Mas ella sin embargo
quedó en mis ojos. Y en el rayo incierto
del sol me pareció seguirla viendo.





CANTO XVI: LA VIDA SOLITARIA




La lluvia matinal, cuando las alas
Batiendo, salta alegre la gallina
En la cerrada estancia, y el labriego
Sale al balcón, y la naciente aurora
Vibra su rayo trémulo, esmaltando
Las transparentes gotas, en mi albergue
Dulcemente llamando, me despierta.
Salgo, y la leve nubecilla, el canto
Primero de las aves, la aura grata
Y de las playas la quietud bendigo.
Harto os he conocido, infaustos muros
De la ciudad, en donde el odio sigue
Y acompaña al dolor: ¡que en la desgracia
Vivo y he de morir, quizás en breve!
Un resto de piedad tienes, Natura,
Para mí en estos sitios, ¡ay!, un tiempo
Más compasivos a mi mal. Tú apartas
Del triste la mirada, y desdeñando
Los dolores y afanes, a la reina
Felicidad te humillas. El que sufre
No halla en cielo ni tierra amiga mano,
Ni otro refugio encontrará que el hierro.

Tal vez me asiento en solitaria parte,
Sobre una altura que domina un lago
Coronado de plantas taciturnas;
Allí, cuando al cenit radiante asciende
El sol, refleja su tranquila imagen,
Y ni hoja o yerba se conmueve al viento;
No se ve ni se siente a la redonda
Encresparse las olas; ni su canto
Entonar la cigarra; ni las plumas
El pájaro agitar entre las hojas,
O retozar la mariposa leve.
Calma profunda envuelve aquella orilla,
Donde yo, inmóvil, reposando, casi
Del mundo odioso y de mi ser me olvido;
Y pienso que mis miembros se desatan,
Que se extingue el sentir y que mi antigua
Calma con la del sitio se confunde.

¡Amor, amor! Ha tiempo abandonaste
Este mi corazón, que antes ardía
Hasta abrasar. Con su aterida mano
Oprimióle el pesar, y en duro hielo
En la flor de mis años convirtióse.
Acuérdome del tiempo en que viniste
A habitar en mi pecho. Era aquel dulce
E irrevocable tiempo, cuando se abre
Al ojo juvenil la triste escena
Del mundo, cual soñado paraíso.
El tierno corazón ledo palpita
De virgen esperanza y de deseos,
Y se lanza a la acción, como pudiera
Al juego y a la danza. Más tan pronto
Como pude entreverte, la fortuna
Mi existencia rompió, y a mis pupilas
Tocó por suerte sempiterno lloro.
Si alguna vez por los abiertos campos
En la callada aurora, o cuando brillan,
Al sol techos, collados y llanuras
Miro de hermosa jovenzuela el rostro;
Si alguna vez, en la serena calma
De estiva noche, el paso vagabundo,
De la ciudad en derredor guiando,
La hosca tierra contemplo, y de afanosa
Niña, que activa nocturnal faena,
Oigo sonar en la apartada estancia
El canto melodioso, se conmueve
Mi corazón de piedra; pero torna
Pronto el férreo sopor que es ¡ay!, extraña
Toda suave emoción al pecho mío.

Oh cara Luna a cuya luz tranquila
Danzan las liebres en el bosque, dando
Enojo al cazador, que a la mañana
Halla intrincadas las falaces huellas
Que del cubil lo alejan: ¡salve, oh reina
Benigna de las noches! Importuno
Entra tu rayo por selvosos riscos
O en ruinoso edificio, iluminando
El puñal del ladrón, que escucha atento
Fragor de ruedas y de cascos duros
Y rumor de pisadas en la vía,
Y saliendo de pronto, con estruendo
De armas y roncas voces, y el ceñudo
Aspecto, hiela al tímido viandante
A quien desnudo y semivivo, deja
Entre las piedras. Importuno baja
También tu blanco rayo a las ciudades
Sobre el vil corruptor que se desliza
De los muros al pie, y en las espesas
Sombras se oculta, y párase y se asusta
De la luz que difunden los abiertos
Balcones. Importuno a los malvados,
A mí siempre benigno, tu semblante
Aquí será, do sólo me descubres
Risueñas cuestas y espaciosos campos.
En otro tiempo, lleno de inocencia,
Tus bellos rayos acusar solía,
Cuando me denunciaban de los hombres
A la mirada, en la ciudad, o cuando
Ver me dejaban el humano aspecto.
Ora los celebraré, ya te mire
Envolverte entre nubes, ya serena
Dominadora del etéreo campo,
Esta morada mísera contemples.
A menudo verásme, solo y mudo,
Errar por bosques y por verdes ribas,
O yacer en la yerba, satisfecho,
Si aún el poder de suspirar me queda.





CANTO XVIII: A SU DAMA




Cara beldad que, ausente,
Amor me inspiras, o escondiendo el rostro
Salvo que el alma ardiente
En el sueño tu sombra no sorprenda,
O en el campo en que esplenda
Más claro el día y la creación más pura,
¿Acaso el inocente Siglo de Oro
Colmaste ventura,
Y eres en esta vida alado espíritu,
U ocultándote ahora suerte avara
Para futuras horas te prepara?

Poder mirarte viva
Mi corazón no espera,
Sino en el día en que desnuda y sola
Por nueva ruta a peregrina esfera
Marche mi alma. En el albor primero
De mi jornada incierta y tenebrosa,
Te imaginé viajera,
Por el árido mundo. Más no hay cosa
Que aquí se te asemeje, y aunque alguna
Recordase tu rostro, nunca fuera
En actos y en palabras tan hermosa.

Entre tantos dolores
Como a la vida humana ofrece el hado,
Si verdadera y cual te pinta el alma
Te amase algún mortal, para él sería
El vivir más preciado.
Bien claro veo que tu amor me haría,
Cual en los verdes años, todavía
Ansiar gloria y virtud. En vano el cielo
Esquivo se mostrara a mis afanes;
Que al lado tuyo este mortal camino
Fuera un sueño divino.

Por los valles, que escuchan
Del laborioso agricultor el canto,
Y donde me lamento mientras huye,
El ilusorio y juvenil encanto,
Y por las cumbres en que evoco y lloro
Los deseos sin fruto y de mi vida
La perdida esperanza, en ti pensando
Comienzo a palpitar. ¡Ah si pudiera,
En el ambiente tétrico y nefando
Del siglo, conservar tu imagen pura!
¡Ella sola endulzara mi amargura!

Si tú de las ideas eternales,
Eres una, de aquellas que de formas
Sensibles no vistió la eterna ciencia
Ni entre caducos restos
Soportan el dolor, de la existencia,
O si acaso en el cielo donde giras
Otra tierra te acoge entre sus mundos,
Y más bella que el Sol próxima estrella
Te alumbra, y más benigno éter aspiras,
Desde aquí, donde llora aquel que vive,
De ignoto amante la canción recibe.





CANTO XXII: LOS RECUERDOS




No pensé, bellas luces de la Osa,
Aún volver, cual solía, a contemplaros
Sobre el jardín paterno titilantes,
Y a hablaros acodado en la ventana
De esta morada en que habité de niño,
Y donde vi el final de mi alegría.
¡Cuántas quimeras, cuántas fantasías
Creó antaño en mi mente vuestra vista
Y los astros vecinos! Por entonces,
Taciturno, sentado sobre el césped,
Me pasaba gran parte de la noche
Mirando el cielo, y escuchando el canto
De la rana remota en la campiña.
Y erraba la luciérnaga en los setos
Y en el parterre, al viento susurrando
Las sendas perfumadas, los cipreses,
En el bosque; y oía alternas voces
Bajo el techo paterno, y el tranquilo
Quehacer de los criados, ¡y qué sueños,
Qué pensamientos me inspiró la vista
De aquel lejano mar, de los azules
Montes que veo, y que cruzar un día
Pensaba, arcanos mundos, dicha arcana
Fingiendo a mi vivir! De mi destino
Ignorante, y de todas cuantas veces
Esta vida desnuda y dolorosa
Trocado a gusto hubiera con la muerte.

No supo el corazón que condenado
Sería a consumir el verde tiempo
En mi pueblo salvaje, entre una gente
Zafia y vil, a la cual extraños nombres,
Si no causa de risas y de mofa,
Son doctrina y saber; que me odia y huye,
No por envidia, pues que no me tiene
Por superior a ella, pero piensa
Que así me considero, aunque por fuera
No doy a nadie nunca muestras de ello.
Aquí paso los años, solo, oculto,
Sin vida y sin amor; y entre malévolos,
En huraño a la fuerza me convierto,
De piedad y virtudes me despojo,
Y con desprecio a los humanos miro,
Por la grey que me cerca; y mientras, vuela
El tiempo juvenil, aún más querido
Que el laurel y la fama, que la pura
Luz matinal, y el respirar: te pierdo
Sin una dicha, inútilmente, en este
Inhumano lugar, entre las cuitas,
¡Oh, única flor en esta vida yerma!

Viene el viento trayendo el son de la hora
De la torre del pueblo. Sosegaba
Este son, lo recuerdo, siendo niño,
Mis noches, cuando en vela me tenían
Mis asiduos terrores en lo oscuro,
Y deseaba el alba. Aquí no hay nada
Que vea o sienta, donde alguna imagen
No vuelva, o brote algún recuerdo dulce.
Dulce por sí; mas con dolor se infiltra
La idea del presente, un vano anhelo
Del pasado, aunque triste, y el decirme:
"Yo fui". La galería vuelta al último
Rayo del día; los pintados muros,
Los fingidos rebaños, y el naciente
Sol sobre el campo a solas, en mis ojos
Mil deleites pusieron, cuando al lado
Mi error me hablaba poderoso, siempre,
Doquier me hallase. En estas viejas salas,
Al claror de la nieve, en torno a estas
Amplias ventanas al silbar del viento,
Resonaron los gozos, y mis voces
Joviales, cuando el agrio y el indigno
Misterio de las cosas de dulzura
Lleno se muestra; entera, sin mancilla
El mozo, cual amante aún inexperto,
Va a su engañosa vida cortejando,
Y celeste beldad fingiendo admira.

¡Oh esperanzas aquellas; tierno engaño
De mi primera edad! Siempre, al hablar,
Vuelvo a vosotras; que, aunque pase el tiempo,
Y aunque cambie de afectos y de ideas,
No sé olvidaros. Sé que son fantasmas
La gloria y el honor; placer y bienes
Mero deseo; estéril es la vida,
Miseria inútil. Y si bien vacíos
Están mis años, si desierto, oscuro
Es mi estado mortal, poco me quita,
Bien veo, la fortuna. Mas, a veces,
Os recuerdo, mis viejas esperanzas,
Y aquel querido imaginar primero;
Luego contemplo mi vivir tan mísero
Y tan doliente, y que la muerte es eso
Que con tanta esperanza hoy se me acerca;
Siento el pecho oprimido, que no sé
De mi destino en nada consolarme,
Y cuando al fin esta invocada muerte
Esté a mi lado, y ya se acerque el fin
De mi desdicha; cuando en valle extraño
Se convierta la tierra, y de mis ojos
El futuro se escape, estad seguras
De que os recordaré: y que suspirar
Me hará esta imagen, y el haber vivido
En vano será amargo, y la dulzura
Del fatal día aliviará mis cuitas.

Ya en el primer tumulto juvenil
De contentos, de angustias y deseos,
Llamé a la muerte en muchas ocasiones,
Y largo rato me senté en la fuente
Pensando en acabar dentro de su agua
Mi esperanza y dolor. Luego, por ciega
Enfermedad mi vida peligrando,
Lloré mi juventud, y de mis pobres
Días la flor caída antes de tiempo,
Y sentado a altas horas en mi lecho
Consciente muchas veces, dolorido,
Bajo la débil lámpara rimando,
Lamenté, con la noche y el silencio,
Mi alma fugitiva, y a mí mismo
Exhausto me canté fúnebres cantos.

¿Quién puede recordaros sin suspiros,
Juventud que llegabas nueva, días
Hermosos, inefables, cuando al hombre
Extasiado sonríen las doncellas
Por vez primera; toda cosa en torno
Pugna por sonreír; calla la envidia,
Aún dormida o tal vez benigna; y casi
(Inusitada maravilla) el mundo
Su diestra mano tiende generosa,
Excusa sus errores, y festeja
Su entrar nuevo en la vida, y se le inclina
Mostrando que por amo lo recibe?
¡Días fugaces que como el relámpago
Se desvanecen! ¿Y un mortal ajeno
Habrá de desventura, si pasada
Esta hermosa estación, si el tiempo bueno,
Su mocedad, ay mocedad, se extingue?

¡Oh Nerina! ¿Y de ti no escucho acaso
Hablar a estos lugares? ¿De mi mente
Acaso te caíste? ¿Dónde has ido,
Que aquí de ti tan solo la memoria,
Dulzura mía, encuentro? No te ve
Esta tierra natal: esta ventana
En que hablarme solías, y que ahora
Triste luce a la luz de las estrellas,
Está desierta. ¿Dónde estás? ¿No escucho
Sonar tu voz, igual que en aquel día
Cuando me hacía algún lejano acento
De tu labio, al llegarme, emblanquecer
El rostro? En otros tiempos. Ya se fueron
Tus días, dulce amor. Pasaste. A otros
Hoy les toca pasar por esta tierra
Y habitar estas lomas perfumadas.
Mas rápida pasaste; y como un sueño
Fue tu vida. Danzabas; en la frente
Te lucía la dicha, y en los ojos
El confiado imaginar, el brillo
De juventud, cuando sopló el destino,
Y yaciste. ¡Ay, Nerina! El viejo amor
Reina en mi pecho. Si es que a una tertulia
O a alguna fiesta voy, para mí mismo
Digo: ¡oh Nerina!, ya no te aderezas,
Ya no acudes a fiestas ni a tertulias.
Si vuelve mayo, y ramos y cantares
Los novios les van dando a las muchachas,
Digo: Nerina, para ti no vuelve
Nunca la primavera, amor no vuelve.
Cada día sereno o florecido
Prado que miro, o gozo que yo siento
Digo: Nerina ya no goza; el aire
Y los campos no ve. ¡Pasaste, eterno
Mi suspirar! ¡Pasaste! Y compañera
Será ya de mis sueños, de mi tierno
Sentir, de las queridas y las tristes
Emociones, la amarga remembranza.





CANTO XXIV: LA CALMA DESPUÉS DE LA TORMENTA




Pasó ya la tormenta;
Los pájaros gorjean; la gallina
Ha tornado al camino
Y vuelve a cacarear. Sereno el cielo
Surge a Poniente, sobre la montaña;
Despejanse los campos
Y aparece en el valle el claro río.
Todo pecho se alegra; en todas partes
Renacen los rumores;
El trabajo prosigue.
A contemplar el cielo, el artesano,
Obra en mano, cantando,
Asomase a la puerta;
Sale la joven a coger el agua
De la reciente lluvia;
Repite el verdulero
De camino en camino
El cotidiano grito.
He ahí el Sol que retorna y que sonríe
Por pueblos y colinas. Los balcones
Y las terrazas abre la familia ;
En el sendero escúchase a lo lejos
Tintinear de esquilas; cruje el carro
Del viajero que sigue su camino.

Todo pecho se alegra.
¿Cuándo tan dulce y grata
Es como ahora la vida?
Con tanto amor, el hombre,
¿Cuándo se da a su estudio,
Torna al trabajo, o nueva cosa emprende?
¿Cuándo se acuerda menos de sus males?
Placer, de afanes hijo;
Vano goce, que es fruto
Del pasado temor, donde temblaba
De espanto ante la muerte
El que odiaba la vida;
Donde, en largo tormento,
Fría, callada y pálida,
Palpitaba la gente, contemplando
Desplomarse sobre ella
Viento, rayos y nubes.

Naturaleza afable,
Las dádivas son estas,
Son estos los deleites
Que ofreces al mortal. Salir de penas
Goce es para nosotros.
Penas derramas largamente; el duelo
Espontáneo surge, y los placeres
Que por milagro algunas veces nacen
De los afanes, son gran suerte. ¡Humana
Prole cara a los dioses! Feliz casi
Si descansar te dejan
De algún dolor; dichosa
Si la muerte te cura de ellos todos.





CANTO XXV: EL SÁBADO EN LA ALDEA




A la puesta del Sol, la alegre niña
Torna de la campiña
Con su haz de yerba y el florido ramo
En que lucen al par violeta y rosa,
Y que, inocente, apresta
Para adornar gozosa
Pecho y cabellos al llegar la fiesta.
A par con la vecina
Siéntase a hilar en el umbral la anciana
Volviendo el rostro al astro que declina,
Y se transporta a la estación lejana
Cuando, aún fresca doncella,
Danzaba al terminarse la semana,
Con sus amigas de la edad más bella.
El aire se obscurece,
Se matizan de azul los horizontes,
Y descienden las sombras de los montes
Cuando la luna cándida aparece.
La torre de la villa
La fiesta anuncia, y sus alegres sones
Bajan a confortar los corazones.
Sobre la plaza la vivaz cuadrilla
De rapaces gritando
Y aquí y allí saltando,
Alza rumor que anima y alboroza;
Mientras silbando el labrador regresa
Y sentado a su mesa
Con el descanso que prevé, se goza.

Cuando el silencio con la sombra crece
Y toda luz fenece,
Oigo el martillo que tenaz golpea
En el taller, do el oficial se afana
Por dejar terminada la tarea
Antes de que despunte la mañana.

Este es de la semana
El más hermoso y el postrero día.
Mañana tornarán fastidio y pena,
Y a la habitual faena
Cada cual volverá como solía.

¡Jovencillo gracioso!
Tu dulce edad florida
Es como un día de alborozo lleno,
Día claro y sereno,
Que precede a la fiesta de tu vida.
¡Goza, gózalo pues! Edad de flores,
Suave estación es esta:
Nada más te diré; pero no llores
Si se retarda tu anhelada fiesta.





CANTO XXVI: EL PENSAMIENTO DOMINANTE




Poderoso, dulcísimo
Dominador de mi profunda mente;
Terrible, más querido
Don del cielo; consorte
De mis lúgubres días,
Pensamiento que siempre ante mí tornas.

De tu natura arcana,
¿Quién no habla? Su influjo entre nosotros,
¿Quién no siente? Más siempre
Que al decir sus efectos
La humana lengua el sentir propio excita,
Nuevo parece por lo que razona.

¡Cuán desierta mi mente
Quedó desde el instante
En que tú la escogiste por morada!
Raudos como el relámpago, de en torno
Todos mis pensamientos
Se alejaron. Lo mismo que una torre
En solitario campo,
Estás solo, gigante, en medio de ella.

¡En qué, fuera de ti, se han convertido
Las obras terrenales,
Toda la vida entera ante mis ojos!
¡Qué intolerable hastío
El ocio acostumbrado,
La del vano placer, vana esperanza,
Al lado de ese gozo,
Gozo celeste que de ti procede!

Como desde las rocas
Del Apenino abrupto
A un campo verde que lejano ríe
Los ojos vuelve ansioso el peregrino,
Tal yo del rudo y seco
Mundano conversar, ávidamente
Regreso a ti como a un jardín ameno
Y restauro a tu lado mis sentidos.

Me parece increíble
Que la vida infeliz y el necio mundo
Durante tanto tiempo
Sin ti haya soportado;
Entender no consigo
Que por otros deseos
De ti distintos haya quien suspire.

Jamás desde el momento
En que entender la vida lograr pude
Turbó mi pecho el miedo de la muerte.
Hoy me parece un juego
La que el inepto mundo,
Loando a veces, aborrece y teme,
Necesidad extrema;
Y si acaso el peligro se presenta,
Arrostro sonriendo su amenaza.

Siempre al cobarde, al alma
Miserable y abyecta
Desprecié. Y hoy cualquier acción indigna
Me hiere los sentidos;
Desdén siente mi alma
Por todo ejemplo de vileza humana.
A esta edad orgullosa
Que se nutre de huecas esperanzas
Y ama lo vano y la virtud combate,
Que clama por lo útil
Y no ve que la vida
Por eso en más inútil se convierte,
Superior yo me creo.
Me burlo del humano juicio; al vulgo
Que el bello pensamiento
Desdeña, pisoteo con desprecio.

Ante aquello que inspiras,
¿Qué otro afecto no cede?
Más aún, ¿qué otro afecto
Asiento tiene aquí entre los mortales?
Avaricia, desdén, odio, soberbia,
Ansias de honor, de mando,
¿Qué son sino caprichos
Comparados con él? Sólo un afecto
Vive en nosotros; uno,
Poderoso, que dieron
Eternas leyes al humano pecho.

Valor no tiene, ni razón la vida,
Sino por él, que para el hombre es todo;
Sola disculpa al hado
Que al mortal en la tierra
Puso para sufrir sin otro fruto;
Sólo por quien a veces,
No la estúpida gente, al alma digna
La vida es más hermosa que la muerte.

Por alcanzar tu gozo, pensamiento,
Probar humanas ansias
Y sufrir muchos años
Esta vida mortal, no ha sido indigno;
Volvería de nuevo,
Experto como soy de nuestros males,
Hacia tu meta a recorrer la senda;
Que tras la arena y tras la viperina
Picada, tan cansado
Por el mortal desierto
Nunca llegué hasta ti que nuestras penas
Vencer no lo creyera un bien muy alto.

¡Oh qué mundo, qué nueva
Inmensidad, que Edén aquel a donde
Frecuentemente tu sublime hechizo
Me elevó, donde errando
Bajo luces distintas de las habituales,
Mi terrenal estado
Y toda realidad echo en olvido!
Tales son, imagino,
Los sueños de los dioses. ¡Ay! Un sueño
Que en parte la verdad realza, eres
Tú, dulce pensamiento;
Sueño y error. Mas tu naturaleza,
Entre gratos errores,
Divina es; tan viva y poderosa
Que junto a la verdad, tenaz, perdura
Y a menudo se iguala,
Disipándose sólo con la muerte.

Tú, pensamiento mío, tú tan solo,
Vital para mis días,
Causa dilecta de infinitas ansias,
Conmigo morirás cuando me muera;
Dentro del alma las señales siento
De que tú por señor me fuiste dado.
Otros dulces engaños
La realidad solía
Desvanecer. Cuando de nuevo vuelvo
A contemplar a aquella
De quien contigo vivo razonando,
Crece aquel gran deleite,
Crece el delirio por el que respiro.

¡Angélica hermosura!
Cualquier hermoso rostro me parece
Casi fingida imagen
Que a tu rostro imitó. Tú, sola fuente
De toda donosura;
Tú, la sola belleza verdadera.

Desde que pude verte,
¿De mi solicitud último objeto
No fuiste tú? ¿Cuánto pasó del día
Sin que pensara en ti? En los sueños míos,
Tu soberana imagen,
¿Cuántas veces faltó? Bella cual sueño,
Aparición angélica,
En la terrena estancia,
En la altura de todo el universo,
¿Qué espero yo, qué pido
Que sea más bello que los ojos tuyos,
Que sea más dulce que tu pensamiento?





CANTO XXXIII: EL OCASO DE LA LUNA




Como en noche callada,
Sobre el campo argentado y la laguna,
Donde aletea el céfiro
Y mil aspectos vagos
Y objetos engañosos
Fingen lejanas sombras
En las ondas tranquilas,
En setos, lomas, villas y ramajes,
Junto al confín del cielo,
Tras de los Alpes o del Apenino
O del Tirreno en lo hondo,
Cae la luna, y el mundo palidece;
Las sombras huyen, y una
Oscuridad envuelve monte y valle;
Ciega la noche queda,
Y, cantando con triste melodía,
La última luz del fugitivo astro
Que fue su guía hasta ahora
Saluda el carretero en su camino,

Así también se aleja
Y la vida abandona
La juventud. En fuga
Van sombras y ficciones
De agradables engaños; se disipa
La lejana esperanza
En que mortal natura se sustenta.
Abandonada, oscura
Queda la vida. En ella la mirada
Pone en vano el confuso caminante,
En busca de un sendero que le lleve
A una meta; y comprende
Que en la mansión humana
En un extraño ya se ha convertido.

Harto alegre y dichosa
Nuestra mísera suerte
Pareciera, si el juvenil estado,
En donde un goce es fruto de mil penas.
Durase todo el curso de la vida.
Dulcísimo decreto
El que a todo animal condena a muerte,
Si en medio del camino
No surgiesen dolores
Aun más terribles que la muerte misma.
De mentes inmortales
Hallazgo digno, extremo
De todo mal, fue para los eternos
La vejez, donde se halla
Intacta el ansia, la esperanza extinta,
Secas las fuentes del placer, las penas
Son mayores siempre, sin hallar ventura.

Llanuras y colinas,
Caído el esplendor que al occidente
El velo de la noche plateaba,
Huérfanas largo tiempo
No quedaréis, que por el otro lado
Pronto veréis el cielo
De nuevo clarear, surgir la aurora,
Y el Sol apareciendo detrás de ella
Y fulgurando en torno
Con poderosos rayos,
De lúcidos torrentes
Os bañará, ya los etéreos campos.
Mas la vida mortal, cuando se extingue
La hermosa juventud, no se ilumina
Jamás con otras luces ni otra aurora.
Viuda será hasta el fin; oscura noche
Que a las otras edades
Marcan los dioses como sepulturas.







Giacomo Leopardi

DIÁLOGO ENTRE LA MODA Y LA MUERTE

Moda: Señora Muerte, señora Muerte.

Muerte: Espera a que sea hora y vendré sin que me llames.

Moda: Señora Muerte.

Muerte: Vete al diablo. Vendré cuando no lo quieras.

Moda: Como si yo no fuese inmortal.

Muerte: ¿Inmortal? Pasado el año mil se terminaron los tiempos de los inmortales.

Moda: ¿La señora también es petrarquista como si fuese un lírico italiano del mil quinientos o del mil ochocientos?

Muerte: Me son queridas las rimas de Petrarca porque en ellas encuentro mi triunfo, y porque hablan de mí casi en
todas partes. Pero, vamos, quítate de encima.

Moda: Dale, por el amor que le tienes a los siete pecados capitales, detente un poco y mírame.

Muerte: Te miro.

Moda: ¿No me conoces?

Muerte: Deberías saber que tengo mala vista y que no puedo usar anteojos, porque no me sirven los que hacen los ingleses, y aunque los hicieran adecuados, yo no tendría dónde apoyármelos.

Moda: Soy la Moda, tu hermana.

Muerte: ¿Mi hermana?

Moda: Sí. ¿No te acuerdas de que las dos nacimos de la caducidad?

Muerte: Qué puedo recordar yo si soy enemiga capital de la memoria.

Moda: Pero yo me acuerdo bien y sé que tanto la una como la otra nos esforzamos continuamente por deshacer y transmutar las cosas de aquí abajo, aun si, para el efecto, tú vas por un camino y yo por otro.

Muerte: En caso de que no estés hablando con tu propio pensamiento o mediante alguno que tengas dentro de la garganta, sube más la voz y articula mejor las palabras, pues si sigues mascullando entre dientes con esa vocecita de telaraña, te escucharé mañana, ya que el oído, por si no lo sabes, no me funciona mejor que la vista.

Moda: Teniendo en cuenta que contradice las buenas costumbres y que en Francia no se usa hablar para ser oído, siendo hermanas y dado que entre nosotras no hay necesidad de tantas formalidades, te hablaré como quieres. Digo que nuestra naturaleza y usanza común es la de renovar continuamente el mundo, pero tú desde el principio te lanzaste sobre las personas y la sangre; yo me contento como máximo con las barbas, los cabellos, los vestidos, los bienes domésticos, los palacios y cosas por el estilo. Pero es verdad que a mí no me ha faltado, ni me falta, hacer juegos similares a los tuyos como, por ejemplo, agujerear algunas veces las orejas, otras veces los labios y narices, y rasgarlos con las baratijas que les cuelgo en los huecos; chamuscar la carne de los hombres con sellos candentes que convierto en marcas de belleza; deformar la cabeza de los niños con vendas y otros ingenios, imponiendo la costumbre de que todos los hombres del país deban tener la cabeza de la misma forma, como hice en América y en Asia; lisiar a las personas con el calzado estrecho; dejarlas sin aliento y hacer que se les salgan los ojos por la presión de los corpiños ajustados, y cien cosas más de esta índole. Es más, hablando en general, yo persuado y constriño a los gentilhombres para que soporten cada día miles de fatigas y de molestias, y a menudo dolores y tormentos, e invito a alguno a morir gloriosamente por el amor que me tiene. Esto para no hablar de los dolores de cabeza, de los resfríos, de los flujos de toda clase, de las fiebres cotidianas terciarias, cuaternarias que los hombres se ganan por obedecerme, consintiendo en temblar de frío o en ahogarse de calor según yo lo quiera, protegiéndose los hombros con prendas de lana y el pecho con prendas de tela, al hacer cada cosa a mi manera así sea para el propio daño.

Muerte: En conclusión, te creo que eres mi hermana, y si quieres, lo considero más cierto que la muerte, sin que me lo tengas que probar. Pero estando quieta me desmayo; si te animas a correr al lado mío, ten cuidado de no caer, porque voy en fuga; corriendo me podrás hablar de tus necesidades; si no, por deferencia con nuestro parentesco, te prometo que cuando muera te dejaré todas mis cosas, y que tengas un buen año.

Moda: Si tuviéramos que correr juntas en competencia, no sé cuál de las dos vencería, porque aunque tú corres, yo lo hago mejor que si fuera al galope; en cuanto a estar quieta en un solo lugar, si tú te desmayas, yo me extingo. Así que volvamos a correr, y corriendo como dices, hablaremos de nuestros asuntos.

Muerte: En buena hora. Ya que tú naciste del cuerpo de mi madre, sería conveniente que me ayudaras de algún modo a llevar a cabo mi cometido.

Moda: Ya lo he hecho en el pasado más de lo que piensas. Para empezar, yo, que anulo y trastorno continuamente todas las demás usanzas, jamás he permitido que se extinga la práctica de morir, y por lo tanto puedes ver que ésta ha durado universalmente hasta hoy desde el principio del mundo.

Muerte: ¡Qué gran milagro que no hayas hecho aquello que no pudiste hacer!

Moda: ¿Cómo así que no pude hacer? Demuestras que no conoces la potencia de la Moda.

Muerte: Bien, bien; al respecto tendremos tiempo de discutir cuando llegue la costumbre de no morirse. Pero en el entretanto yo quisiera que tú, como buena hermana, me ayudaras a lograr lo contrario más fácilmente y más rápido de lo que yo lo he logrado hasta ahora.

Moda: Ya te he contado acerca de algunas de mis obras que mucho te benefician. Pero no son gran cosa en comparación con las que te quiero decir ahora. Algunas veces, más en estos últimos tiempos, para favorecerte he hecho caer en desuso y en el olvido las fatigas y los ejercicios que ayudan al bienestar corporal, e introduje o puse en relevancia innumerables que abaten el cuerpo de mil modos y acortan la vida. Además de esto, he introducido en el mundo tales órdenes y tales usanzas que la vida misma, tanto con respecto al cuerpo como al ánimo, está más muerta que viva, hasta el punto de que este siglo, se puede decir con veracidad, es el siglo de la muerte. Y si antiguamente tú no tenías otras posesiones que no fueran fosas y cavernas, donde sembrabas en la oscuridad osamentas y polvaredas que son semillas que no dan fruto, ahora tienes terrenos al sol y gente que se mueve y va por ahí a pie; son hechos que, se puede decir, produjo tu libre razón, si bien no los cosechaste en el momento en que nacieron. Más aún, si antes solías ser odiada y vituperada, hoy por obra mía las cosas se han reducido al punto que cualquiera que tenga intelecto te honra y alaba, anteponiéndote a la vida, y tanto te quieren que siempre te llaman y dirigen la mirada hacia ti como hacia su mayor esperanza. Finalmente, como veía que muchos habían presumido de querer hacerse inmortales, es decir, de no morir por completo, con la idea de que una parte de sí mismos no te habría caído entre las manos, yo, sabiendo que se trataba de nimiedades, y que aun cuando éstos u otros viviesen en la memoria de los hombres, vivirían, por así decirlo, de burla, sin gozar de mayor fama que en el caso que tuvieran que padecer de la humedad de la tumba, de cualquier modo comprendí que este negocio de los inmortales te escarmentaba porque parecía menguarte el honor y la reputación, así que suprimí la usanza de buscar la inmortalidad y de concederla en caso de que alguien la mereciera. De modo que al presente, ten la seguridad de que no ha de quedar ni una migaja que no esté muerta en cualquier persona que muera, y que le conviene irse inmediatamente bajo tierra como un pescadito cuando es tragado de un solo bocado, con cabeza, espinas y todo. Estas cosas, que no son pocas ni pequeñas, las he hecho hasta ahora por amor a ti, queriendo engrandecer tu estado en la tierra, como ha sucedido. Y para este efecto estoy dispuesta a hacer cada día lo mismo y más; con esta intención fui en tu búsqueda, pareciéndome apropiado que de ahora en adelante no nos separemos, porque estando siempre juntas podremos consultarnos mutuamente según los casos, y sacar mejor partido de ellos que antes, poniéndolos en ejecución de mejor manera.

Muerte: Dices la verdad, y así quiero que procedamos.







Giacomo Leopardi

LA RESURRECCIÓN

Yo imaginé que, íntegro,
En mis años floridos
El dulce afán faltaba
De la primera edad;
El afán, el ternísimo
Latir del hondo pecho,
Todo lo que en el mundo
Hace grato el vivir.

¡Cuántas quejas y lágrimas
Vertí en el nuevo estado,
Cuando en mi pecho frío
Hasta el dolor faltó!
Faltó el latido sólito,
Faltó el amor incluso,
Y endurecido el pecho
Cesó de suspirar.

Y lamenté lo exánime,
Desnudo de mi vida,
La tierra desolada
Que el hielo recubrió;
Yermo el día; la tácita
Noche oscura más sola;
La luna y las estrellas
Se ocultan para mí.

Causa de aquellas lágrimas
Era el afecto antiguo:
Aún en lo hondo del pecho
Vivía el corazón.
Pedía sus imágenes
La fantasía exhausta,
Y la tristeza mía
Era dolor aún.

A poco hasta aquel último
Dolor también moría,
Y ya de lamentarme
Fui del todo incapaz.
Postrado, loco, atónito,
No demandé consuelo;
El corazón, perdido,
Muerto, se abandonó.

¡Qué fui! ¡Qué cambiadísimo
Está aquél que de ardores,
De errores tan dichosos
Su alma alimentó!
La golondrina rápida
De mi ventana en torno
Cantando al nuevo día,
No me causó placer,

Ni en el otoño pálido
En solitaria aldea
La vespertina esquila,
El fugitivo Sol.
Brillar en vano el véspero
Vi por mudos caminos;
En vano el triste canto
Del ruiseñor oí.

Esos ojos dulcísimos,
Furtivos y errabundos,
De amadores gentiles
Dulce amor inmortal,
Y esa mano que, cándida,
Se abandona en mi mano,
Disipar no pudieron
Mi penoso sopor.

De todo goce huérfano,
Triste, mas no aturdido,
Y plácido mi estado,
Serena era mi faz.
Hubiera ansiado el término
De la existencia mía,
Mas muerto era el deseo
Del laso corazón.

Como en la edad decrépita
Que avanza vil, desnuda,
El abril conducía
De mis años así;
Pasaron ya los plácidos
Días, corazón mío,
Que, breves y fugaces,
El cielo me otorgó.

¿Quién de la grave, incólume
Paz me despierta ahora?
¿Qué virtud nueva es esta,
Esta que siento en mí?
Movimientos, imágenes,
Latidos, dulces yerros,
¿Para ellos cerrado
Mi corazón está?

¿Sois acaso la única
Luz de la vida mía,
Los afectos perdidos
En la edad juvenil?
Si el cielo, o verdes márgenes,
Dondequiera que mire,
Todo dolor me inspira,
Todo placer me da.

Bosques, playas, montículos
Conmigo a vivir tornan;
Con el mar y la fuente
Habla mi corazón.
¿Qué me torna las lágrimas
Después de tanto olvido?
¿Cómo el mundo aparece
Cambiado a mi mirar?

¿Es la esperanza, oh mísero
Corazón, que sonríe?
¡Ay, de esperanza el rostro
Nunca volveré a ver!
Los engaños dulcísimos
Me dio naturaleza.
Adormeció mis ansias
La ingénita virtud.

No pudieron vencérmela
Ni el hado ni las cuitas,
Ni con su vista impura
La infausta realidad.
Con sus dulces imágenes
Ella no está de acuerdo;
Que la natura es sorda,
No tiene compasión.

Que no es del bien solícita,
Más sólo de la vida;
Sólo el dolor le importa
E ignora lo demás.
Sé que no encuentra el mísero
Piedad entre los hombres,
Y que, huyendo, se burla
Todo mortal de él.

Ignora la vil época,
La virtud y el ingenio;
Que falta al digno estudio
La inútil gloria aún.
Vosotros, ojos trémulos,
Tú, rayo sobrehumano,
Lucís inútilmente,
No brilláis con amor.

Ningún ignoto e íntimo
Amor brilla en vosotros;
No guarda una centella
El blanco pecho en sí.
De otros los ternísimos
Cuidados pone en juego,
Y de un fuego celeste
Desprecio es la merced.

En mí ya siento vívido
El conocido engaño;
De sus propios latidos
Se asombra el corazón.
De ti sólo esta última
Energía procede;
Viene cualquier consuelo
Solamente de ti.

Siento que falta al ánima
Alta, gentil y pura,
La natura, la suerte,
El mundo y la beldad.
Mas si tú vives, mísero,
Si no cedes al hado,
No llames inclemente
A aquel que te creó.





Reseña biográfica

Poeta italiano nacido en Recanati, Las Marcas, en 1798.
Primogénito del conde Monaldo y de la marquesa Adelaida Antici, recibió una educación rígida y conservadora a pesar de su enorme fragilidad física. Desde muy pequeño aprovechó la extensa biblioteca de su padre para adquirir una vasta cultura que lo convirtió en un gran poeta y ensayista.
Su primera publicación, "Al pie del monumento de Dante" en 1819, fue seguida por obras de carácter romántico y melancólico entre las que se destacan "Cantos" en 1824 a 1835, "Misceláneas" en 1832, "Opúsculos morales" en 1827, y "Zibaldone" en 1832.
Su inestabilidad emocional y los repetidos fracasos sentimentales, lo llevaron a viajar por diferentes ciudades italianas hasta radicarse en Nápoles, donde falleció
en 1837.



















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