Alberto Ruy Sánchez Lacy
Editor, escritor, poeta
Ciudad de México - México
07/12/1951
NUEVE VECES TE SUEÑO
I
El sueño del silencio y el río.
Soñé que caminábamos a la orilla de un río. La corriente de pronto se volvía tan agitada que no permitía escucharnos uno al otro ni siquiera hablándonos al oído. Teníamos que gritar. Y aún eso no era suficiente. Hasta que de pronto nos dimos cuenta de que el río decía todo por nosotros. Nos hacía hablar al mismo tiempo y gritar que nos queríamos. Nuestras palabras hacían rápidos, arrastraban leños, se estrellaban contra las rocas, sacaban espuma, y se lanzaban desde la altura si era preciso. Nuestras palabras devoraban en las orillas, suavemente y en silencio, a los cocodrilos que parecían dormidos, jalaban las puntas de los sauces llorones, hacían en los recodos inesperados remolinos. Mirábamos pasar los puentes y en las copas de los árboles, las iguanas calentaban con nuestro rumor su sangre. Soñé que no había nada que no quisiéramos decirnos y que hasta el silencio, con la tenue composición de su vacío, nos hacía hablar, como lo había hecho el río.
II
El sueño de las voces por dentro.
Ayer soñé que cantabas mientras me dabas un beso. Tu voz entraba en mí por la boca en vez de llegarme por los oídos. Te escuchaba con la lengua y me daba cuenta de que había un leve sabor de mar en tu voz. Cantabas dándome un beso. Tus manos también estaban mojadas. La sal de tus labios despertaba en mí una sed multiplicada. Y esa sed me hacia ir de una de tus bocas a la otra. Y cantabas por todas partes, llenándome con tu voz. Llegó un momento en que tu voz, como un líquido brillante, salía también de mi boca. Se desbordaba cubriéndome. Pero en realidad debería decir cubriéndonos. Cambiaba el color de nuestra piel. Transformaba todo en nosotros, incluso nuestras huellas digitales. Nos preguntábamos quiénes éramos ahora. Y nos respondíamos con cautela, casi cantando en voz baja: somos otros cuerpos dentro de nosotros. Somos dos amantes separados que murieron con sed uno del otro. Sólo ahora, en estos cuerpos de agua hirviente, hemos podido reunir de nuevo un ardor disperso. Estábamos diluidos, obscuros, fríos. Ahora nos concentran una pasión y una sed ajenas. Un Sol extraño invocó al nuestro. Así decía tu canción, mientras me dabas un beso y todo comenzaba de nuevo.
III
El sueño de dos noches.
Ayer soñé que venías hacia mí con la mano extendida y una sonrisa afilada revelando todas tus intenciones. Te veía acercarte, cruzar las sombras, y me iba sintiendo cada vez más atraído por el imán de tus ojos. Pero de pronto, un rayo de luz tocaba tu cara y me di cuenta de que los tenías cerrados. Me veías desde tu sueño. Me despertabas pero estabas dormida. Caminabas hacia mí como si miraras por las manos, por todos los poros de la piel. Y te seguías acercando. Me despertabas para que entrara en el sueño más profundo que tenías, el sueño de tu cuerpo. Que era como una noche nueva dentro de la noche. Tu obscuridad me devoraba. Éramos dos sonámbulos amándose en tu sueño y en el mío.
IV
El sueño de un mar quieto.
Soñé que me besabas y que con besos me obligabas a cerrar los ojos. Con tus manos apartabas las mías de tu espalda, de tu nuca. Ahora sólo tú podías acariciarme. Subías por mi cuerpo como una marea, como un brazo de mar, como un río, y tu agua estaba caliente. Tus besos caían en catarata por mi cuello. Tus manos rozaban mi cara como parvada de gaviotas hundiendo el pico en el agua, buscando alimento. Olías a mar y tu oleaje me arrullaba. Hacías con las manos caracoles que ponías en mis oídos para convencerme de que eras mar, no río. Y con tu lengua pescabas los secretos de la mía. "Sólo un cuerpo dócil y quieto puede aprender a ser agua", me amenazabas al oído, "sólo así nos navegamos: agua sobre agua". Entusiasmado abrí los ojos y ya no estabas. Los cerré y de nuevo aparecías. Cada vez que trataba de mirarte o de tocarte no estabas ya conmigo y el sudor que cubría mi cuerpo comenzaba a enfriarse. Pero volvías a navegarme en cuanto yo regresaba a la docilidad en que me habías moldeado.
V
El sueño de las manos con hambre.
En otro sueño me pedías que besara las líneas de la palma de tu mano. Al acercarme vi con sorpresa y extraña fascinación que se habían hecho profundas y eran ya como bocas con labios sensibles que hormigueaban cada vez que los besaba. "Ya ves -me decías-, te beso y te como también con las manos". Siempre me había gustado que tu lengua me recorriera como una mano especial, más sensible, que sabe hablar un lenguaje secreto con mis músculos, con mis párpados, con mi cuello. Ahora tus manos tenían también el poder perturbador de tu lengua. "Pronto toda mi piel va a servir para devorarte". Te seguí besando y te estremecías cerrando las manos para guardar las huellas de mi boca. Cuando desperté tenía en las palmas de ambas manos una comezón terrible. Sólo se calmaba rascándome con los dientes, mordiéndome. Después de un rato volví a despertar para darme cuenta de que esa comezón también era un sueño.
VI
El sueño disuelto en la fuente.
Una mujer se metió en mi sueño. No podía verla pero percibía su presencia cálida. Me tocaba por la espalda, y su caricia se deslizaba a lo largo de mi cuerpo, como el agua de una fuente. Quería despertarme para tocarla. Estaba seguro de que al volver mi rostro encontraría el suyo. Pero no podía moverme. El placer que me daban sus manos era tan grande que me paralizaba. Me hacía dormirme dentro de mi sueño y ahí adentro soñar de nuevo. En ese otro sueño yo me acercaba a una fuente. Estaba esperándola. Ahí nos habíamos citado. Como tardaba comencé a refrescarme en el agua. Al sentirla en mis manos tuve ganas de tener agua también en los brazos y luego en el cuello y el pecho. Unos minutos después estaba sumergido completamente. Y eran de nuevo sus manos las que me tocaban, pero esta vez por todo el cuerpo. Pensaba que ella había llegado antes que yo a la cita, se había disuelto en el agua y, al tocarme y escurrirse por las venas de mi sexo recobraba, latido a latido, su cuerpo.
VII
El sueño del tiempo.
Soñé que mientras te besaba, tu boca se iba volviendo más profunda, tus labios sabían de pronto ser anchos o delgados según la sed, el hambre, el ansía que teníamos. Tu lengua sabía ser leve anuncio de la humedad o invasión total de tus mareas, torrente, marejada en mi boca, en mi cuerpo. Eras tantas y la misma que te adoré de mil maneras. Con la misma llama encendida. Pero además del arco iris de formas que tu cuerpo era, había una sola transformación constante: el canto cada vez más grave de la edad. Cambiábamos juntos. Saboreábamos las nuevas hendiduras de nuestros labios madurando. Nos alegrábamos de comprobar, con la lengua, que en la comisura de nuestros ojos la risa compartida tanto tiempo había dejado ya sus huellas. Líneas de fuga, marcas de acumuladas alegrías. Todo esto sucedía mientras hacíamos el amor, como tantas veces, interminablemente, sin principio ni fin, sin buscar una sola cumbre sino muchas repartidas entre tu piel y la mía. Entre una Luna llena y la siguiente; o la anterior, porque el tiempo era un río extraño que simultáneamente bajaba y subía. Viajábamos en el tiempo. Y había de pronto hendiduras entre nuestros besos, donde parecían asomarse otras personas, que éramos tú y yo pero no éramos. Otros viajeros del tiempo amoroso, andaban entre nuestros besos. ¿Quiénes eran? Tal vez tú y yo mañana. Tal vez ancestros del hambre de nuestros cuerpos. Nuestros sonámbulos.
VIII
El sueño de dos sonrisas.
Soñé que nada importaba sino tenernos. Que no había antes ni después. Todas tus sonrisas de todos los tiempos eran del presente. Estaban presentes en mí mientras arqueabas tu cintura para poseerme como si fueras a cabalgarme. Tu boca hizo de pronto un gesto que reflejaba la fuerza tremenda con la que me apretabas dentro de ti. Me dabas un beso profundo y fuerte con los labios dilatados entre tus piernas. Y era de pronto la sonrisa más profunda de tu vientre la que brotaba por tu boca. Me tenías en ti como se tiene una idea plena, que da gusto y obliga a sonreír. Me tenías como se guarda algo que parece ajustarse perfectamente a tus sueños de ese instante. Y en ese instante sólo importaba tenernos. Era tuyo para siempre, mientras duraran tus dos sonrisas. Tu presencia sonriente me explicaba cómo, en el amor, lo de arriba puede estar abajo, lo de antes puede ser futuro y lo que vendrá historia. Y yo quería morder la comisura de tus labios, la parte más fugaz de tu boca, la que sólo con la punta de la lengua podía saber que tenía sabor a sonrisa plena, doble, obstinada, irrepetible.
IX
El sueño de los cuatro círculos.
Soñé que me acercaba lentamente a tu boca, venía probándote desde la nuca. Mis labios iban rozando apenas tu piel, los vellos más delgados del cuello, los lóbulos, las mejillas. Y cuando girabas de golpe para atrapar mi boca con la tuya, mordías sólo mi labio de arriba mientras el otro llegaba hasta tu mandíbula. Me ofrecías todos los ángulos pronunciados de tu cara. Me dabas a comer tus pómulos, luego tu barbilla. Entonces decidías mojarme la cara, poco a poco, con la lengua. Mojabas y secabas con la piel de tus mejillas, una y otra vez hacías lo mismo. Luego te apoderaste también de los párpados. Me hacías mirar la humedad de tu boca sobre mis ojos cerrados. Cuando menos me daba cuenta habías pasado de acariciar con tu lengua en círculos mis ojos a hacer lo mismo con mis testículos. Dibujabas de nuevo con la punta de la lengua, a través de la piel, todos mis círculos. Y otra vez me hacías mirar y admirar de placer la humedad sin verla. Todo mi cuerpo era un eco de círculos concéntricos alrededor de tu boca. La espiral movida por tu lengua.
APARECIDA
Vuelves a mí,
Al abismo de mis manos,
A la orilla
Del sonido
De la sangre
De mi cuerpo,
Y me dejas escuchar los pasos
Veloces
De la tuya.
Pego el oído
A tu piel
(La mía es la prisión
De tu presencia)
Y escucho en ella
El murmullo
De un río en la noche,
Los secretos en tumulto
De un corazón
Que ya no late
Hacia mí.
Pones tu sonrisa en las manos de mis ojos,
Pones tus manos en mis hombros,
Tus pies
Se enredan
En mis piernas,
Se anudan
Como serpientes en celo
Y tu mente
En el mar de aquel olvido
Donde flotan
Nuestras frases
Nuestros quejidos
Nuestros anhelos
De eterna conmoción
Nuestra certeza
De ser indisolubles.
Te vas así
Cuando te acercas
Y al irte
Me dejas
Más cerca de ti.
Mi piel es la prisión
De tu presencia.
EL RECLAMO DEL COLIBRÍ
Dejaste que el sueño te invadiera
Como un río metiéndose en tus venas.
El sueño del silencio, el de la noche larga.
Y al despertar te fuiste con el sueño.
Vamos a enterrar lo que olvidaste:
Tu rostro sin llanto ni sonrisas,
Tus manos sin fuerza ni ternura,
Tus pies sin pasos,
Tus ojos hacia adentro,
Tu boca sin hambre,
El frío que te cubre como un velo invisible,
El dolor que ya no sientes y nos dejas.
Pasaremos por aquí sin verte.
Nos sentaremos en tu silla.
Dormiremos en tu cama.
Ven por las noches a conversar en sueños
Para hacernos sentir que no te has ido.
Las alas del colibrí que alimentaste
Te mencionan, te reclaman:
En el viento estará tu nombre escrito
Siempre nunca, nunca siempre.
DÉJAME SER EL LOBO
Desde el lado obscuro de tu piel
Me iluminas.
Déjame ser el lobo
-Sombra de sed y perro y hambre-
Que entra en la noche
De tu cuerpo
Con pasos húmedos,
Titubeantes,
Por tu bosque incierto
-Tu olor a mar me guía
Hacia tu oleaje-
Para tocar adentro
La Luna creciente,
De tu sonrisa.
Déjame conocer
-Con lengua incluso-
La obscuridad
Más honda,
La más callada,
E invocar
Con movimientos
Repetidos
-Rituales-
La luna llena
De tu cuerpo,
La que me lleva a ti
Como si yo fuera,
En tus manos,
Agua
Que conviertes
En marea
Iluminada.
CARTOGRAFÍA FUGAZ
Este es el mapa de tu espalda.
Estos los nombres de tu geografía.
Estas las cosas que suceden al pasar.
Señalo con un dedo inquieto
cada lugar que reconozco,
nombrado o por nombrar.
Allá está el Valle de los besos duros.
Aquí la Meseta de la luz.
Abajo el Mar de la sombra leve.
al borde del Bosque de soplidos.
Por el Camino A mi locura
visito tu Lunar a la deriva.
Más allá de tu Estrecho de la dulce intranquilidad
está el Horizonte de mis sueños.
Dicen que navegando tu Mar de la sombra profunda
se llega a ese lugar que llaman La otra orilla del universo.
Mientras tanto, aquí,
donde acaba El valle de los besos blandos
comienza el Camino hacia tu "dedem burda"
-nombre tan extraño para un órgano sexual-,
que nos hace pasar por las otras Cavidades misteriosas.
Finalmente, aquí el Reino de la Pasión
estableció su comarca,
trazó sus límites, fundó una capital
con calles curvas y secretas
como caligrafía arabesca
y dejó cientos de lugares por nombrar.
¿Qué sucedió o sucede en ellos
que merezca ser recordado
en su futuro nombre?
A cada quien de juzgar.
Mi testimonio es éste:
Aquí la locura condujo hacia tus pies, con hambre.
Aquí una gota de semen quería convertirse en tu piel.
Aquí mi mano se enamora.
Aquí mis labios se hunden en tus pliegues.
Aquí unos vellitos me trastornan
y los soplo suavemente, enloquecido.
Aquí tu sonrisa ayurvédica me llama en sueños
y me despierta dentro de ti y me vuelve a despertar.
Aquí pierdo la conciencia.
Aquí se despeinan mis certezas.
Aquí extravié un beso.
Aquí huele divino.
Aquí tu "dedem burda" hierve de sudor alegre
y sus lentas secreciones de volcán incierto
mojan mi mano y mi boca.
Aquí mis besos son insuficientes.
Aquí mi mano cree que te sostiene.
Aquí se desbocan mis ganas de besarte.
Aquí mi lengua habla sola
y escucha lo que dice tu oído.
Aquí toco y sé que allá tu pezón se eriza
y más allá se apaga una estrella.
Aquí perdí el alma como preludio de perder la razón.
Aquí el mundo se acaba y comienza.
SILENCIO EN AGUA
Cada silencio
en la noche
se multiplica.
Se vuelve voz
y canta y dice
lo que calla.
Tu ausencia
es una sombra
que crece en mí
como una tenaz
enredadera.
Como una noche
dentro de mi noche,
hojas muy obscuras
de más negros enveces
me trepan
mientras
crecen
y se despliegan.
Cada silencio
estalla
cada noche
cansada
de sí misma
sin saber
de ti,
sin saberlo
todo.
Cada silencio
encalla
sin decirlo
en esta
afilada orilla
y este arrecife
oculto, cruento,
bajo el agua
fresca, iluminada
de tu nueva
lejanía.
Ausencia,
grita
el lago
del espejo,
más breve
que mi sed
de ti.
Ausencia,
grita si le doy
la espalda,
-cree que así
me llamo.
Y grita,
cada silencio
a la deriva
hasta que
el silencio
en silencio
se desvanece
bajo el agua
corriente
del día.
Y así te adoro,
lentamente,
en el silencio
de tu cuerpo
invocado,
haciéndote el amor
con las manos
extendidas,
vacías,
hasta que amanece.
ENTRE TRES ÁRBOLES
Tres árboles.
La lluvia nos detiene
Bajo sus ramas.
Como ellas,
Nuestras miradas se cruzan.
Y el sol nos toca
Mientras se esconde.
Me pierdo entre tus brazos
Y tus piernas
Como quien se hunde
En un bosque
Del tamaño de la noche
Que comienza.
Perdido en ti
Te encuentro.
Tu mirada me guía
De tus bosques
Hacia tus mares.
Tu olor me envuelve
Y me anticipa
Lo que es
Estar en ti,
Entre los muros movedizos
De tu cuerpo:
En esa cámara obscura
Donde me inicias
Al deslumbramiento.
Encerrado en ti
Vuelo contigo.
Tu piel es mi piel
Por un instante.
Y es mi casa y mi bosque
Y es mi mar y mi mundo.
Y esa noche
Eres mi universo.
Y si salgo de ti
Y te miro y te toco,
Giro de nuevo
En tu fuerza:
Atracción
Que me trastorna.
Entro al ámbito
Del poder absoluto
De tu belleza.
Nunca saldré
De tu bosque triangular.
Del espacio
Posesivo
De tu fuerza.
EL ADIÓS DEL SAUCE
Algunas noches de otoño
las cosas dicen,
obsesivas,
todo lo que siento.
Una mancha de café
sobre el cuaderno.
Un lápiz sin punta.
El amuleto roto
que casi se extravía.
El reloj descompuesto.
El grillo nocturno
que no sé por qué
hoy se ausenta.
La lluvia indecisa.
La electricidad que se va
y me deja ciego
como una amada
que de pronto ama a otro.
Y hasta la luz del sol dura tan poco,
tan poco y menos cada día.
Mi reloj se atrasa
aferrándose al instante
de un ayer tan pleno.
Tu voz se aleja, decidida,
y va perdiendo
en mi cuerpo su eco,
su luminosa transparencia.
Tal como deseaste que ocurriera.
Aquel sauce
al borde del río,
que el viento agita
y el agua aquieta,
me dice en sus vaivenes
tus palabras, tus silencios.
El sauce dice adiós
mucho antes de irse,
o de ocultarme en la noche
su silueta.
Busco tu sonrisa
en el espejo del río.
Pero el sauce indeciso
mete la mano al agua
y lo rompe.
Con el aire
que acaricia
mi rostro incierto
barres tu nombre
pero en el viento
un fugaz silbido,
terco y mal,
te deletrea.
MARABUNTA
Cuando te miro
me crece
un ejército de hormigas.
Avanza rumoroso por mis manos.
Me estira la piel.
Se anuncia, no me deja.
Desde mis piernas respiran
un aire diminuto, entrecortado.
Desde el fondo
de mi vientre
presienten la obscuridad
más húmeda
del tuyo.
Como un sol negro
las hipnotizas.
Te huelo y
mis hormigas
se trastornan,
se tambalean.
Te toco
¿o sueño que te toco?
y corren enloquecidas.
Desde el fondo
de mi sangre
apresuradas,
sueñan
que hunden sus dientes
en tu carne,
y en la mordida sienten
tu parpadeo.
Crece en el aire
la anchura palpitante
de labios largos
entre tus piernas,
enrojecidos.
Tu más bella flor
carnívora
saborea sin cesar
el paso tenaz
demorado y repetido
de todas mis hormigas.
Adentro
te descubro
hecha de hormigas negras
desquiciadas,
tan necias como las mías.
En el espejo doble
de hambre y sed
y sed y hambre
que ilusamente llamamos
nuestros cuerpos,
tus hormigas y las mías,
se topan boca a boca.
Se reconocen o se imitan,
se devoran o se extravían
confundidas
entre tantas hormigas
tan mordidas.
TOCO TU ESPALDA
Toco minuciosamente tu espalda
desde adentro.
Tu obscuridad
es la luz de mi sexo:
das sentido,
orientación,
a esta vida.
Antes, tu espalda me condujo
a la pendiente más pronunciada
de tu cuerpo.
Tu plenitud me llena.
Sostengo tus nalgas
con mis diez dedos separados
abriendo un poco más,
con terca suavidad,
lo que ya estaba en ti muy abierto,
y entro muy lentamente
con mi sonrisa
erecta, palpitante, ciega.
Ahí eres mi convulso universo
mi obscuro paraíso táctil,
mi búsqueda de ver dentro de ti
esta revelación extrema,
mi respiración intermitente,
saber y luego no saber
lo que es entrar en trance,
como la luna cada mes
hacia su esfera,
clara u obscura.
Pero mi ciclo lunar en ti,
siempre creciente, culmina
en el sol de tu sonrisa.
Toco tu espalda desde adentro
y tu obscuridad me ilumina.
LA PASIÓN: FÓSIL MUTANTE
Soy las palabras,
las no dichas.
Las de sangre
en celo:
las de celos
que palpitan
en el silencio
de la noche.
Huella fósil
de una pasión,
un bicho.
Soy primitivo,
enamorado,
imaginario,
solar,
testigo,
irónico.
Soy mutante,
soy lo que miras,
y soy cada axolotl
en tu pecera
y fuera.
Amada
de agua
fugaz.
Mi estrella
huidiza.
NUEVE BONSAIS
1
Huelo a distancia
magnolias en tu vientre
y me trastornan.
2
Mis ranas locas
por atrás y por delante
saltan a tu estanque.
3
Soy esa agua terca
que busca de noche y día
todas tus raíces.
4
Entre tus piernas
a tu húmeda flor labial
van mis insectos.
5
Locas las hojas
cantan tu nombre
mi viento sigue en fiebre.
6
Tu flor devoradora
me apresa al vuelo
dentro amanece.
7
En tu sol negro
con ansia me devoras
grito encendido.
8
Ya todo dime
tu fuente canta a mi oído
todo ya dame.
9
La abeja zumba
entre tus piernas
tus labios la provocan.
Alberto Ruy Sánchez
LA INACCESIBLE
I
En tu ciudad y laberinto.
Guardo en la lengua un último recuerdo: el sabor del mar en la más baja marea de tu aliento. Llegar a ti era esperar de todos tus mares la caída y descender con ellos hasta tu boca voraz de todos los comienzos: nada vi en tu laberinto, entré sin ojos, tocando las paredes, oyéndote llegar, sabiéndote perdida. Los hilos de tu voz me condujeron y estuve así contigo en tu ciudad inaccesible: con tu voz al mar atado sin saberlo. Estoy ahí, nunca he salido.
II
En la luz, un hueco.
A Mogador la inaccesible, a la ciudad arrinconada de Mogador, sólo se llegaba por agua. Más de una vez me dijeron y con diferentes palabras, que eran necesarias las pausas del mar para ir reteniendo en los ojos la piedra blanca de los muros que la rodean. Así la vi desde el agua: todo el peso del sol depositado en cada grano de sus piedras, como si la luz que ciega y su intermitencia le fueran imponiendo al que llega el tiempo y la manera de acercarse. Lo más claro del día que amainaba cualquier proximidad abrupta y el más lento vaivén del agua como el modo suave de aumentar la cercanía.
III
Un mar en el viento.
Ya me rodeaba más que el mar su ruido. Su espuma rota sonando a saliva en cada leño del muelle. Su aire de sal picándome la lengua, cociendo todos los muros: lago diluido a soplos, tan ligero que flota cerca del mar, que no se aleja de la humedad en olas porque es la humedad misma a punto de convertirse en mar. Es el anuncio del agua en el viento lo que me envuelve. Mogador, con su lluvia indecisa de sal sobre el muelle.
IV
Un eco antes del ruido.
El día comenzaba cuando bajé del barco, pero en mí se había impuesto ya la sensación de cruzar tres noches seguidas, de haber dormido y por eso mirar todo cada vez con más reposo. Las cosas que acababan de sucederme, las palabras que apenas había oído, volvían en mi recuerdo instantáneo como si vinieran de muy lejos, como si el horizonte las retuviera allá al fondo y ahora sólo me llegara, como hebra muy delgada, su eco.
V
Lengua fugaz.
El largo crujido de la pasarela se perdió entre gritos de estibadores y marinos. Hasta el agua rasgándose en los arrecifes era voz gutural de una lengua huidiza. Algunas de esas voces parecían tocarme y la humedad que brotó en mí era sin duda parte de una cálida conversación demorada. Tu nombre se insinuaba, ahora lo sé, entre dos pasos, entre el calor y el viento, sin que yo supiera retener sus sílabas. Todo era pronunciado en una calma submarina, inundada de sol.
VI
De un tiempo roto.
Trataba de apresar con la punta de los dedos mis sonidos, pero sólo verificaba los huecos que dejaban huyendo. Me aferraba al graznido de una gaviota, al estruendo breve de su aleteo, como quien al despertar cierra de nuevo los ojos: quiere restaurar al sueño y sus habitantes, su luz, su sal, su viento, sus pausas de mar provocando la caída de otra noche. Porque hay pausas que son así: sin ser luz rompen la noche y nos obligan a ir recogiendo su oscuridad primaria en todas las esquinas, en todos los muelles y barcos; trozos de negro estrellada en las bolsas de los viajeros, en el puño cerrado de los estibadores, en el fondo de los ojos, en la parte inclinada de las barcas, en la sombra de mis pies dormidos que descienden por fin a la ciudad temida. Los días no me cabían más en los días y comencé a lanzar con tirones breves mis pasos por los largos corredores empedrados; me fui encajando en las calles, me fui perdiendo en sus hilos.
VII
Alas de la calle.
Como las calles eran calientes el viento las removía calmando un lento hervor de siglos de sol sobre las piedras. Yo sentía ese calor milenario asentándose en los pasadizos de la ciudad como algo exageradamente emotivo: un gesto tan dramático que conmovía a las piedras. Y mientras caminaba rumiando la imagen de las rocas que afectadas hierven en algunas circunstancias, vi burbujas quietas, duras, mirándome desde el suelo, recordándome la vaporosa agitación del thé en ese instante que eligen los líquidos para arrojar a su superficie un multiplicado simulacro de fugaces ojos de pez rellenos de aire: los ojos de las rocas se entreabrían, porque el viento soplaba sobre cada adoquín curvo, desgastado, como insinuando al oído de un animal recién reencarnado que ya era hora de elevarse, que la vida de las piedras comenzaba, que removieran sus párpados, que la calle entera había dormido vidas ajenas y en cualquier momento abrirían mil adoquines sus alas.
VIII
Vida de las piedras.
Era aquí la piedra la materia más ausente y fue oportuna la caída de un inmenso aerolito para construir la ciudad. De él se hicieron las murallas, los templos, las torres y las casa. Dicen por eso que la ciudad es un regalo del cielo, que los primeros habitantes eran semidioses capaces de moldear las materias divinas y que en Mogador estaba la única escalera -la espiral de luz- que unía el cielo con la tierra. Pero no alcanzó para dar fuerza a las calles. Eran corredores de polvo y sal mojadas que impedían el pasaje deslizado. Para aquietar su aliento turbio hubo que traer del desierto a los animales viejos, a los caracoles y otras bestias antes submarinas, endurecidas por los milenios, resecas desde que el mar abandonó su arena. Nunca se pensó que esos fósiles fueran solamente piedras. Si las otras rocas de la ciudad participaban de las cualidades del cielo, con más razón estos animales que a pesar de su quietismo vivían seguramente una vida paralela, invisible como los nuestros que, inexpertos, se detienen en la orilla de la piedra. Los fósiles fueron puestos en las calles por los primeros habitantes de Mogador como quien da habitación a sus nuevos animales.
IX
Más allá de la orilla.
Pero el vuelo de las rocas en la calle, por supuesto, demoraba; y ese retraso era la extensión de un aliento suspendido, el hueco húmedo y frágil por el que yo avanzaba en Mogador. Demorándome en la demora de las piedras trazaba la grieta indispensable para entrar en la ciudad oculta tras su leyenda impronunciable y su ejército de temores ahuyentando al mundo. Me parecía que los callejones estaban a punto de romperse en tres mil vuelos y disputarse con las gaviotas la nube permanente y fragmentada sobre el puerto. Era tal vez una especie de señal para el deslizamiento oportuno: la distracción de un guardián inexistente.
X
Furia quieta.
Las piedras que son estos animales tenían un humor diferente en otros tiempos. Eran apacibles hasta en las noches de tormenta. No respondían con gruñidos, como ahora, a la carrera de los niños. Cuando menos se espera rugen presintiendo el mal clima y se levantaban furiosas a lo largo de la calle como si fueran escamas en el lomo de una larga serpiente exasperada. Como las piedras siempre atormentan a la ciudad antes de que la verdadera tormenta se establezca en el aire, se ha llegado a pensar que el humor del firmamento es un reflejo retrasado del ánimo de las piedras. Los truenos y los relámpagos son entonces eco inconforme de los temblores, giros y rumores de los adoquines fósiles. El paso de las nubes es la imagen lenta de los caminantes sobre esta calle movediza.
XI
Conversación de dudas.
Las voces dispersas en la voz del viento seguían profetizando a las calles un renacimiento: su segura salvación en el empedrado del cielo. Tras esa extraña mentira que pulí sonriendo pude oír el viento y al mismo tiempo aprisionar bajo mis suelas los últimos soplidos de su profecía. Me deslizaba en el caudal secreto donde la voz de mis pasos saludaba a la del aire y esa conversación lenta y vagabunda acompañaba, hecha sombra, mis titubeos.
XII
La inaccesible.
Me acercaba a ti sin saberlo. Antes de la medianoche ya habría visitado tu más profunda ciudad y laberinto: encontraría en tu luz un hueco, un mar en el viento, un eco antes del ruido. Me hablarías, con la lengua fugaz de un tiempo roto, de las alas de la calle, de la vida de las piedras más allá de sus orillas. Pero en ese instante, a las doce, estando con certeza en ti, en tus mareas, fuiste al mismo tiempo furia quieta, conversación de dudas: la inaccesible.
Alberto Ruy Sánchez
DECIR SIN DECIR
La boca que dice
es sexo que canta.
Decir es desear
y tocar con manos invisibles.
Decir es saborear al mundo
y ser devorado por él.
Decir es entrar en la selva
con los ojos cerrados.
Decir es soñar y actuar el sueño.
Decir consume nuestro aliento
pero nos da existencia.
Decir conjura las ausencias.
Decir es parvada de nubes
y polvo en estampida.
Decir hace llover, apaga estrellas,
retira mares, rompe piedras.
Decir es música muy lenta.
Decir nos conduce al fondo
del silencio:
a un abismo habitado
de deseos.
Decir es y no es.
Reseña biográfica
Nació en la ciudad de México el siete de diciembre de 1951.
Hijo de padre y madre originarios del norte de México, de Sonora. Está casado con la historiadora Margarita de Orellana. Tienen dos hijos, Andrea (nacida en 1984) y Santiago (en 1987) Vivió en París ocho años, donde estudió entre otros profesores con Roland Barthes, Gilles Deleuze, Jacques Rancière, terminó un doctorado y se hizo editor y escritor. Desde 1988 dirige la revista Artes de México, que en su primera década obtuvo más de cincuenta premios nacionales e internacionales al arte editorial. Casi ochenta al cumplir quince años en el 2003.
En 1987, con su primera novela, Los nombres del aire recibió el más importante premio literario mexicano, el Xavier Villaurrutia, y se convirtió inmediatamente en un libro de culto, que desde entonces no ha dejado de ser reimpreso cada año.
En él inicia una exploración poética y narrativa del deseo que continúan las novelas En los labios del agua (1996), que recibió en su edición francesa el prestigioso Prix des Trois Continents, y Los jardines secretos de Mogador (2001), Premio Cálamo/La otra mirada (Zaragoza, 2002). De la quincena de títulos que componen su obra de narrador, poeta y ensayista destacamos Los demonios de la lengua (1987, nueva edición aumentada: 1998), Con la literatura en el cuerpo: historias de literatura y melancolía (1995) La inaccesible (1990), Diálogos con mis fantasmas (1997), Una introducción a Octavio Paz (1990), Premio José Fuentes Mares.
Su obra ha sido traducida a varios idiomas y distinguida además por la Fundación Guggenheim en Nueva York, el Sistema Nacional de Creadores en México, la Universidad de Louisville en Kentucky, la Fundación Tinker a través de la Universidad de Stanford en California, y el Gobierno de Francia que lo condecoró como Oficial de la Orden de las Artes y de las Letras.
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